Al principio, sólo el agua les separaba. El suelo que pisaron al nacer menguaba cada día, y decidieron partir. Atravesaron mares y océanos hasta tierras lejanas, y allí se establecieron. Con el tiempo olvidaron el lugar del que provenían y llamaron a cada extensión de tierra continente.
Todos tenían dos brazos y dos ojos, dos piernas y una boca, pero se veían diferentes, comenzaron a desconfiar los unos de los otros. Así, se unieron los semejantes, los que compartían color de piel y cabello, y salieron en busca de un hogar nuevo. Atravesaron cordilleras y ríos caudalosos hasta sentirse a salvo de los que creían sus enemigos y, por un tiempo, descansaron. Utilizaban palabras para comunicarse y llamaron al lugar donde vivían país.
Tenían los mismos hábitos y el mismo lenguaje, pero comenzaron a sentirse acosados, a buscar el peligro en los actos del otro. Unos querían preservar los orígenes de sus ancestros; otros se abalanzaban impacientes hacia el futuro. Se agruparon entonces los que querían salvar sus ideales y, sin despedirse, partieron. Buscaron nuevos ríos y montañas que atravesar y se detuvieron cuando se sintieron seguros. Mudó su lenguaje y su nuevo espacio pasó a llamarse región.
Sentían a la vez el frío y el calor, pero pronto volvieron las angustias de antaño, no se hicieron esperar los miedos de sus antepasados. Buscaron nuevas causas que defender, nuevos motivos para alejarse y, reunidos en grupos, marcharon. Coronaron cimas de montañas, se cobijaron en las cuencas de los ríos y, desde ese momento, ya nunca se sintieron seguros.
Llamaron ciudad a su nuevo mundo, crearon códigos para comunicarse, lugares cerrados donde protegerse, y se dedicaron a esperar. El espacio que habitaban se hacía cada vez más angosto; lo abandonaban sólo si era necesario y, cuando lo hacían, encogían el cuello y apuraban el paso. Las caras, tan parecidas a las suyas, se veían deformadas a través de sus ojos, figuras amorfas en cuerpos extraños. Pronto no reconocieron similitud alguna entre ellos. Incluso los hijos de los mismos padres, los que, habiendo nacido el mismo día y lugar, se podían apreciar idénticos, se consideraban atrozmente distintos. Caminaban mirando al suelo, temerosos, y no encontraban razones para confiar en nadie. Así, las gargantas se secaron, las palabras enmudecieron, y los hombres y mujeres amanecían en el mundo sin boca.
Seguían mojándose bajo la lluvia en las ciudades, hablando el mismo lenguaje en las regiones, compartiendo costumbres en los países, caminando del mismo modo sobre la faz del mundo, pero cuando se dieron cuenta de que no podían vivir solos, era ya tarde: había muerto el lenguaje, habían desaparecido las costumbres, se habían gastado los ideales y ya no quedaba nada que salvar.