Devilman o la belleza del infierno

En la tradición estética clásica de los siglos XVIII y XIX existían al menos tres categorías: Lo Bello, lo Sublime y lo Pintoresco. Lo Bello correspondía a la gran teoría estética, que hundía sus raíces en la grecia clásica: bello es aquello que se ajusta a norma, proporción y medida. Sublime, por contra, era aquello que, superando toda medida, nos producía un efecto simultáneo de terror y belleza, como contemplar una furiosa tormenta, o la magnificiencia terrible de los Alpes. Lo Pintoresco, por último, apelaba a aquello inesperadamente singular, una caprichosa estampa que producía un efecto «pictórico». Así, la belleza, la grandeza y la singularidad se convirtieron en las tres categorías sobre las cuales pivotaba todo sentimiento estético y artístico. Una estatua griega era bella, un paisaje de Constable era pintoresco y un paisaje de Turner, sublime.  Al cabo de los años, estas tres categorías se volvieron insuficientes, y se vinieron a añadir algunas otras, como lo feo, lo siniestro o lo grotesco.

Y es que ese moralismo y puritanismo neoclásico propio del siglo XVIII se había olvidado de otra faceta del arte, muy presente en el Barroco, en la Grecia dionisíaca, y en el arte medieval. En su mojigata búsqueda de lo Bello, lo Sublime y lo Pintoresco, habían despreciado, quizá, una serie de efectos estéticos vinculados a lo horrible, a lo violento, a lo innombrable. Algunos de estos autores, los más avezados, lo incluían en alguna especie de lo sublime: sublime moral, o sublime dinámico. Edipo arrancándose los ojos ante la evidencia del incesto y el parricidio, imagen icónica de la catarsis aristotélica, ese revulsivo de la tragedia griega que apela a los casos límite, revestidos siempre de violencia y sangre, catalizadores privilegiados de la emoción.

Por suerte, tras el puritano y despreciable «momento neoclásico», la razón estética regresó y, con ella, la belleza del assesinato, de la violencia gratuita, de la laceración y violación del cuerpo humano en toda su crudeza. Estos temas habían abundado en la sensibilidad barroca, en el seno hagiográfico y cristológico. Pocas cosas hay más gore en la historia del arte que aquellas crucifixiones, evisceraciones, y mutilaciones que nos regaló el arte Barroco. En el XIX británico, se reeencuentran los críticos más despiertos con la belleza de la víscera y del asesinato, del sufrimiento y de la muerte, como en el genial libro de Thomas de Quincey «Del asesinato como una de las bellas artes», donde se afirma que aún hoy «(..) empezamos a darnos cuenta de que la composición de un buen asesinato exige algo más que un par de idiotas que matan o mueren, un cuchillo, una bolsa y un callejón oscuro. El diseño, señores, la disposición del grupo, la luz y la sombra, la poesía, el sentimiento, se consideran hoy indispensables en intentos de esta naturaleza». Quizá era una de las primeras veces que, no sin sorna, se afirmaba la belleza que puede revestir un buen asesinato, donde la medida, la composición, el tempo, la técnica, eran relevantes.

Hace unas semanas se estrenaba la que, a mis ojos, es la mejor adaptación de animación que he visto en muchos años: Devilman Crybaby. Se trata de una adaptación del clásico manga homónimo de Go Nagai publicado en 1972, una de las obras maestras del manga de todos los tiempos, que ha tenido varias adaptaciones al anime también de gran calidad.

Una de las señas de identidad, tanto del manga como de los animes antiguos de Devilman, es el empleo de escenas relamente gore: cuerpos seccionados por la mitad, abundancia de vísceras, empalamientos, decapitaciones, crueles asesinatos de niños inocentes, pseudo-violaciones demoníacas, etc. Toda una serie de elementos en los que el manganime japonés ha sabido destacar a lo largo de su historia, especialmente por la sensibilidad con la que tratan la violencia; el efecto profundamente estético que imprimen a cada desmembramiento, a cada asesinato, revelando así una sensibilidad profunda para la muerte, capacidad que nosotros, como occidentales, hemos perdido. Aún recuerdo aquella escena de la OVA – Amon: Apocalypse of Devilman donde el protagonista devora, con todo lujo de detalles, a un niño vivo. Me impactó profundamente y me generó un sentimiento de gran potencia estética, que no podríamos categorizar exactamente como «sublime moral», pues rezuma únicamente violencia gratuita. Es repulsivo y a la vez bello. Sin embargo, ninguna de estas escenas puede compararse, en términos de absoluta belleza, con la nueva adaptación de Devilman recién estrenada.

Del anime «Amon: Apocalypse of Devilman» (2000)

Quisiera hablar pues de la belleza del gore. El gore se suele relacionar o definir como la violentación del cuerpo en toda su crudeza, sin filtros, de forma explícita, y frecuentemente unido al acto sexual perverso y violento. Por contra, en Devilman Crybaby encontramos un tratamiento de la violencia extremadamente estilizado y bello. Los colores, la luz, las secuencias, la formidable animación, el ritmo, el montaje, (todo obra del genial Masaaki Yuasa y su equipo) son los de una obra maestra del anime, que reinventa muchos de los rasgos estilísticos que solemos asociar a este género. El horror que se puede sentir al ver esta obra ya no es el de la pura sangre y crudeza visceral del cuerpo, sin más contenido que éste, sino el de la contraposición continua entre la belleza y lo horrible, que terminan por fundirse en una sola impresión estética, absolutamente indiscernible, rompiendo así el enclaustramiento absurdo de las categorías estéticas. No se trata pues de una clasificación de las impresiones estéticas al modo del XVIII. La belleza es un continuum, que va desde el doríforo más mojigato hasta los planos-secuencia de las ejecuciones del ISIS, en una escala de gradación, como cuando se pasa de un color a otro en la escala lumínica, sin que haya exactamente un momento en el que podamos decir «aquí empieza rojo, aquí el naranja», meras abstracciones.  El apartado visual y narrativo de esta obra nos lleva de los momentos más hermosos propios del amor adolescente en toda su inocencia, en toda su promesa y luminosidad, de lo pastoril, lo arcádico, hasta el infierno más oscuro y sin esperanza, lo apocalíptico, lo crespucular, y lo hace manteniendo el sentimiento de belleza en todo momento. El cúmulo de sensaciones y emociones que se agolpan tras cada escena es, simplemente, abrumador. Recuerdo alguna escena en la que no podía siquiera asimilar todo lo que estaba sintiendo, la absoluta hibridación de horror, éxtasis de belleza, tristeza, alegría, incomprensión, angustia… Todo unido. Recuerdo las descripciones de Nietzsche sobre la ópera wagneriana, donde afirmaba sentir algo parecido, (antes de repudiarla por exceso de cristianismo, moralismo y mojigatería). Y sin embargo…¡Qué lejos se halla hoy de nosotros esa capacidad de disfrutar con una obra de ocho o nueve horas repleta de interludios tediosos, prácticamente insoportable ya en los tiempos de Bayreuth! Devilman Crybaby está, para la sensibilidad de nuestra generación, muy por encima de cualquier ópera de Wagner; al nivel de una tragedia griega como la Orestíada, quizás, o incluso Edipo Rey. Así han cambiado las cosas. Y es tiempo de que reconozcamos que el arte de nuestra época se halla mejor representado en este tipo de obras que en los cuadros del MOMA, empeñados en sus academicismos y su onanismo teórico, desesperados por justificar su misma existencia.

 

Devilman Crybaby (2018)

 

Devilman Crybaby (2018)

Devilman Crybaby es, en definitiva, una obra maestra, por su tratamiento innovador del ritmo, por su estética y por darnos una gran lección sobre el horror y lo bello. Que en Europa no estamos en situación de crear estos productos tan exquisitos es evidente, toda vez que vemos que el mundo del manganime ha estado eventualmente reducido a un grupo de neófitos. A excepción de esos iconos mainstream de nuestra generación y las precedentes (Dragonball, Mazinguer Z – por cierto, del mismo creador que Devilman: Go Nagai) mucha gente tiene reticencias con este tipo de animación, prefiriendo el bien masticado producto norteamericano, más acorde a nuestras coordenadas de adoctrinamiento cultural. Sin embargo, la influencia del anime está impregnando todas las manifestaciones artísticas, especialmente cómic, animación y videojuegos, los tres grandes artes de este comienzo de siglo. Devilman Crybaby puede marcar un punto de inflexión a este respecto. El hecho de que sea un producto Netflix ya lo sitúa en una situación de difusión totalmente acorde a las dinámicas culturales más recientes. Los nuevos espectadores, no familiarizados ni con la violencia ni con el anime, encontrarán en esta obra una verdadera bofetada conceptual, que quizá abra su paladar a los exquisitos manjares que este género tiene en su menú, y nos libere de ciertas categorías y marcos culturales heredados de un neoclasicismo bastante rancio y que todavía hoy, especialmente en las Universidades, en los Museos, y en el Ministerio de Cultura, persiste en convencernos de que «lo que hay que ver» o «lo verdaderamente grande y culto» son basuras anacrónicas como El Quijote o La Regenta, El Lago de los Cisnes, Mozart, y todos esos fósiles kitsch de abuelas que nos impiden valorar en su justa medida el arte de nuestra generación.

En cambio, en el asesino —en un asesino por el cual puede interesarse un poeta— tiene que levantarse una gran tempestad de pasión —celos, ambición, venganza,odio— hasta crear dentro de él un infierno, y éste es el infierno que debemos contemplar. (Thomas de Quincey)

Guillermo Rodríguez Alonso

Graduado en Historia del Arte por la Universidad de Santiago de Compostela, Máster en Estudios Comparados por la UPF y Doctorando en Filosofía Contemporánea por la USC. Natural de Vigo y residente en Val Miñor.

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