Disciplina: Relato e Ilustración.
DESESPERACIÓN
Hacía tiempo que Elizabeth se había vuelto escéptica. En todo. Su corazón de pasta dura, inerte, inmune a cualquier impacto. Solo había que mirarle a los ojos para darse cuenta de que no existía sentimiento alguno. Pero eso es lo que ella creía. Ingenua…
Nada ni nadie tiene el poder de ir en contra de su propia naturaleza: la de su condición humana. Por eso cuando recibió aquella llamada, el hielo que corría por sus venas comenzó a derretirse. Y un ardor imprevisible se convirtió en un hormigueo constante.
No puede ser. Él no. Hacía tiempo que Elizabeth había renegado del sello de su propia existencia: su familia. Años atrás dejó todo lo que tenía, incluido un hijo, pequeño, vulnerable, ajeno a lo que su frívola madre comenzaría a ser. Una niñez que transcurrió sin saber cómo ni cuándo porque a ella le importaba muy poco. Nada. Pero cuando escuchó aquella voz, aquellas palabras anunciándole un futuro inmediato que ella no había previsto, comenzó a temblar. La desesperación se apoderó de ella. Se dejó caer en su sofá próximo, con la mirada perdida. Se derrumbó. Y sus ojos de hielo comenzaron, por primera vez en su vida, a deshacerse.
JUGANDO CON FUEGO
Caía un aguacero tremendo cuando salí del taxi. Sin paraguas, corrí a refugiarme bajo la cornisa de la clínica Villamil, un edificio moderno vestido de piedra antigua. Cinco minutos tardó el tiempo en conducirme al cataclismo. Él apareció apresuradamente de entre los pocos valientes que desafiaban al cielo. Por primera vez, nuestras miradas se encontraron. Permanecí inmóvil: creo que mi corazón dejó de latir un instante. Una chispa saltó entre nosotros y en seguida supe que se convertiría en llama. Porque sí, estaba jugando con fuego. Y lo sabía. Él había elegido esconderse en una vida paralela.
Lejos de antiguas promesas y llena de palabras vacías. Yo lo sabía y, a pesar de todo, le di mi mano cuando me tendió la suya, sabiendo que aquello significaría mucho más que un simple contacto físico. Lo que vino después fue un beso breve pero intenso, del dulce sabor que únicamente tienen los primeros. Había firmado mi sentencia pero tenía muy claro lo que estaba haciendo: jugar con fuego. Y no tuve ninguna duda en desear quemarme.
LA BARCA DE LEO
Bajo un sol que se desvanecía anunciando el ocaso, sobre la orilla de una playa que algún día fue el patio de recreo en el que la infancia parece no agotarse nunca, Leo recordaba aquella tarde de septiembre, mes que aniquila el verano y parece llevárselo todo con él… salvo los recuerdos.
“Papi, ¿por qué le estás cambiando el nombre a la barca?” En cuclillas y sin levantar la brocha de la madera roída, que poco a poco se teñía de azul añil, su padre le contestó.
“Ahora le llamaremos Clara, como mamá.” Entonces se giró hacia Leo. El niño sólo pudo apreciar en su rostro indescifrable cómo sus ojos brillaban con mucha intensidad, llegando a ser un pulcro espejo en el que Leo se veía reflejado sutilmente. Aquella mirada reconfortante y temerosa a partes iguales calló la curiosidad de Leo, que no entendía como su padre otorgaba a aquel objeto inanimado el nombre de su madre.
¿Qué pensaría ella si aún estuviese allí? ¡Si la barca ya tenía nombre! A punto estuvo de reprochárselo a su padre que seguía avanzando lentamente, escribiendo con perfecta caligrafía en un total ejercicio de ensimismamiento. Como si cada trazo significase un tributo a ese nombre, a Clara, esa mujer ausente. A pesar de todo, Leo no dijo nada. Se tragó sus palabras y se conformó con fruncir el ceño en un vago gesto de desacuerdo.
Su padre había terminado cuando el sol acababa de ponerse. Y se levantó lentamente, como intentando prolongar aquel extraño ritual más tiempo del necesario. Después, sujetó la mano del pequeño Leo y con una sonrisa triste pero llena de promesas de tiempos mejores, le dijo a su hijo: “¿Vamos a navegar mañana, Leo?”. El pequeño no titubeó al responderle: “Claro, papi. Y esta vez mamá vendrá con nosotros”.
Hoy, años más tarde, Leo recuerda bajo un mismo cielo pero distinto a la vez. Y aunque parece otra playa, otro mundo y otro tiempo a los ojos de cualquiera, el aire sigue desprendiendo el mismo aroma para él. Y el olor a madera roída sigue teniendo los mismos matices. Y mientras la barca de su madre se balancea sobre el mar, las letras azul añil, ahora más deterioradas, se sumergen bajo el agua de cuando en cuando, al compás del susurro armónico de las olas.
El mar parece estar cantando una nana:
“Leo… Leo…”
NO QUIERO VERTE
Vete, por favor, no quiero verte. Me avergüenzo de ser yo misma. Si me hubiese tragado las palabras, ¿evitaría un daño ahora irreparable? Quizás. Siento haber apretado el gatillo de mis pensamientos. Han salido a borbotones a través de mi boca en forma de humo, sigilosamente hasta confundirse con el aire. Y después, el silencio, el majestuoso telón que lo cubre todo, y nos calla la boca para siempre.
Escupí todo lo que sentía, levemente hasta herirte, sin pedir ayuda a la frívola voz de la venganza. No hizo falta ningún arma para matarte., porque he apuntado en el punto exacto. En el que se consigue una herida inocua al resto del mundo, pero que permanece oculta esperando un destino irrevocable. Y ahora, deja que me esconda e intente acallar estas voces que suenan dentro, que exigen obediencia absoluta. Vete, por favor, no quiero verte morir de amor.
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