¿Qué hacía que todos fuesen amigos?

“La práctica del arte debía tener la implicación de hacer que sus facultades se refieran a las ideas y objetos del período que le ha tocado vivir”

Gustave Courbet, manifiesto del realismo publicado en 1861 en el Courrier du dimanche de París

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Foto: Allen Ginsberg leyendo en alto a sus oyentes

Tal vez por esto no es casualidad que “todos” hayan sido amigos. Desde libros referentes como  En el camino, París era una fiesta o movimientos culturales como las Vanguardias o lo que representa la figura del Studio 54 siempre hemos tenido motivos para pensar que antes no se lo montaban nada mal.

Todo nos indicaba que realmente había lazos fuertes entre ellos, como el ejemplar Cartas que recopila la correspondencia que existió entre Jack Kerouac y Allen Ginsberg. O las largas noches de conversaciones y alcohol que reproduce Julio Cortázar en Rayuela. Parecían atraídos entre sí por poderosas fuerzas de atracción invisibles que los dirigía a encontrarse, llegando a parecer incluso que sus vidas eran personajes idealizados por un imaginario superior a nuestra realidad. Todo parecía ocurrir de forma fácil pero con una clara intencionalidad.

Y no solo se reducía a relaciones personales, por ello ahora hablamos de ellos, el gesto común, el hecho que nos hace reparar en que todos se movían en el mismo circulo y por lo que ahora los recordamos, esa acción colectiva. La admiración procesada, o el motivo que nos hace pensar en ellos como referentes es la constatación de que lograron lo que perseguían o en su defecto que por lo menos actuaron en consecuencia a sus preocupaciones. Obraron en favor de su ideal que resultó que era colectivo.

Una clara convicción, o la fe en la causa, es lo que nunca deja de sorprendernos de esas historias en las que oímos hablar de representantes de ideas que evidentemente tenían una base fundamentada en lo político, bien desde la resistencia o bien desde el predicar un determinado estilo de vida. Sentimientos que no se quedaban encerrados en una manifestación sino que iban más allá y que abrazaban el todo, perseguían e inundaban vidas a las que contagiaban y enamoraban con un halo mágico de divinidad, hasta conseguir la correspondencia de amor con la causa.

Puede que nos resulte gracioso que el Dadaísmo fuese fundado en el bar Voltaire en Zúrich o que ahora recordemos este movimiento como aquel que da nombre a grandes artistas como Tristan Tzara o Francis Picabia pero su realidad más potente es que fue la acción revolucionaria que lideraron los artistas mostrando su desacuerdo con la primera guerra mundial.

Los años anteriores a la primera guerra mundial habían constituido un período fértil en hallazgos e innovaciones, el fauvismo, el cubismo o la abstracción de kandinsky en la pintura, el impulso expresionista y la poesía con Apollinaire, la novela con Proust y Joyce además de la escultura con Boccioni, la arquitectura de Wright y Gropius, la música con Stravinsky, el teatro con Claudel y Copeau, la danza con Isidora Duncan o el recién nacido cine… La guerra fue un apagón de luces para el ideario colectivo.

Tal y cómo denomina Raoul Hausmann, “Dadá” fue la palabra mágica que ayudó a poetas, artistas e intelectuales en distintas ciudades durante la guerra a dirigir y enfocar sus ideales en un programa de acción cultural.

Ahora cobra más sentido el saber que este movimiento nació en un bar y hace que nos sintamos más próximos a él, más vinculados con su intención porque todos nos hemos sentado en un lugar parecido, con nuestros amigos para criticar, para indignarnos ante todo aquello que rompe nuestras ilusiones. Es probable que lo único que nos separe de todos ellos es esa acción común que da respuesta a un ideario colectivo.

Todo conflicto necesita de una acción cultural de revuelta, la elección es si queremos estar o no en ella.

Bea Zurro Vigo

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