Vivían dos osos en un madroño al lado del Sol. Querían construir un refugio allí, en lo alto de la colina.
Discutieron los osos durante un tiempo, un tiempo corto, pero intenso. Y hubo uno de ellos que un día, harto, escogió matar lo que pensó su desasosiego. Tiró a uno de los dos osos por el abismo; y lo vio caer hasta su muerte. Mientras lo veía desvanecerse en la niebla, volvió a escuchar esa voz que lo solía llevar a desquiciarse, la voz que antes provocaba discusiones y malentendidos. Así, mientras veía a su compañero aproximarse a la muerte, le echó de menos. Añoró cuando sus sombras estaban tan juntas, que se hacía imposible reconocer de quién era quién. E incluso, añoró la tormenta con el. Cuando lo perdió de vista; quiso seguirle. Pero no tenía a nadie que le empujara ahora a volar; y tampoco tenía valor ni fuerzas para hacerlo solo.
Finalmente optó por tomar un fino tallo del rosal que juntos antes habían plantado; y dibujó en la tierra a su oso compañero. Con líneas finas y sinuosas trazó su contorno delicado que un tiempo atrás rozó, su sonrisa abierta y las lágrimas que también le confió. Dibujó su sombra, sus manos, su boca… Pero ningún dibujo de todos logró satisfacerlo. Pasaron los días, los meses y los años; y el oso vivió obsesionado en dibujar su risa, su llanto, su voz, su presencia y su olor.
Cuando la luz del alba teñía la arena de tonos rojizos y violetas; imágenes de su oso compañero se agolpaban en la cabeza del oso dibujante. Eran tan nítidas, tan vivas; que desaforado, el oso dibujaba; tratando en balde de encerrarlas en la superficie con el trazo de su tallo. Parecía como si la tierra ya no aceptase el alma de su compañero; era como si ahora su alma, perteneciese al Sol.
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