Mario miraba meditabundo al gran globo azul desde la ventanilla. Desde arriba todo parecía tan insignificante y a la vez complejo. Nos cabía el planeta entero en la palma de la mano y aún así jamás llegaríamos a conocer más que un mínimo tanto por ciento de él. Esos momentos en los que el motor auxiliar estaba funcionando nos permitían a Mario y a mí reflexionar acerca de cosas que en la Tierra jamás hubiéramos imaginado. En una de nuestras expediciones anteriores habíamos mantenido una discusión acerca de la forma de afilar un lápiz. Mario lo magnificaba todo en el espacio y cualquier cosa era para él un motivo para presumir de vehemencia y seguridad en sí mismo. Supongo que era su modo de permanecer unido a las costumbres de casa; de no volverse loco en medio de la nada. Yo lo comprendía –ya había pasado por lo mismo- y daba pábulo a las más absurdas disquisiciones, pues sabía eran un bálsamo para su natural claustrofobia.
Después de la señal acústica del motor auxiliar me puse a los mandos de la nave. Nos dirigíamos a Kupfermal, exoplaneta del púlsar MLV 28. Nuestra anterior visita unos meses atrás había sido muy fructífera para nuestro trabajo. Hablábamos con frecuencia de cuánto habrían disfrutado nuestros antecesores de esto. Al fin y al cabo en la Tierra no quedaban ya pueblos desconocidos y un antropólogo necesita siempre material fresco. Ya en el año 2044 se había descubierto vida en Kupfermal, pero no se establ
eció contacto hasta el 2082, un año antes de nuestra primera visita. Además de astrónomos, médicos y geólogos, los antropólogos éramos parte esencial de cualquier expedición en busca de vida extraterrestre. Había habido mucho debate acerca de nuestra presencia en los exoplanetas ya que para muchos supuso un conflicto ético el estudiar a seres no humanos como comunes terrícolas. Sin embargo, los habitantes de Kupfermal habían demostrado una amabilidad singular a la hora de recibirnos. En nuestra anterior visita habíamos dado un paso fundamental. Mostrarles su propio rostro en un espejo. Habíamos concluido en nuestros estudios que, si bien interactuaban con seres similares, no tenían consciencia propia de su aspecto físico. Para los kupfermalianos fue toda una sorpresa el encontrarse reflejados en un cristal. No podíamos comunicarnos con palabras, pero sus caras denotaban emoción y miedo a partes iguales. Ahora volvíamos para algo similar.
Ya avistábamos el exoplaneta. Mario se sentó a mi lado y comenzamos las maniobras de aproximación. Los viajes por agujeros de gusano eran rápidos, pero la nave sufría mucho y hacía de la maniobra algo muy difícil. Eso no nos impedía disfrutar de las maravillosas vistas de nuestro lugar de acogida. La atmósfera formada por cientos de gases extraterrestres brillaba fulgurante a la luz de nuestros focos. Miles de partículas minerales en suspensión aérea hacían de Kupfermal una joya del universo, más hermosa que la Tierra aunque careciese de mares. Descendimos y posamos la nave sobre la superficie que los kupfermalianos tenían preparada. Dos horas después, ya pertrechados del aparataje habitual, descendimos a la superficie del planeta donde nos esperaba la habitual comitiva. Desde la primera visita nos resultó curioso la organización jerárquica de la sociedad kupfermaliana. Seres tan distantes de nosotros observaban unas reglas similares en las que un líder ejercía el poder sobre el resto. En este caso, a diferencia de la Tierra, no existía la maldad y el bien común primaba sobre todas las cosas.
Con el tiempo justo para nuestro trabajo, iniciamos la segunda parte del estudio con espejos allí mismo. El líder del grupo, una criatura baja y rechoncha, nos miraba con sus grandes ojos negros y posó su huesuda manos de tres dedos sobre nuestras toscas palmas humanas. Era su forma de darnos la bienvenida. Le hice un gesto a Mario y éste sacó un álbum electrónico de fotografías. Tras buscar en nuestro fichero y localizar la foto que habíamos tomado del líder meses atrás, se la mostró. El ser se reconoció en la fotografía como si de un espejo se tratase. Ya no apreciamos sorpresa en su cara, pues se reconocía y sabía cómo era su aspecto. Aún así posó sus dedos sobre el álbum y acarició amorosamente su retrato. Yo saqué un espejo del bolsillo y lo puse delante de su cara. Habían pasado pocos meses, pero en estas criaturas un mes era más que un año para nosotros y el envejecimiento era evidente. El líder no se reconoció en un principio. Cogió el espejo y miró detrás para ver la espalda del ser reflejado, pero al encontrarse el reverso opaco volvió a contemplar su envejecido rostro. Dos pronunciadas arrugas partían de su mínimo puente nasal. Se intuían ya unas bolsas bajo los abultados ojos y la boca era un fino corte que interrumpía las largas grietas del bigote y el mentón. Los pómulos se erigían como montañas sobre carrillos secos y caídos. Se había hecho viejo.
El ser, que como dije, hacía poco tiempo que era consciente de su propio aspecto, rechazó la imagen del espejo y miró a sus compañeros. No sabríamos decir si apreciaba en ellos el paso del tiempo o si veía la muerte de uno de ellos como algo definitivo. Por su reacción supusimos que quizás no hubiese nunca reparado en ello. Quizás su cielo aturquesado o sus vastos llanos de roca los tuviesen tan ocupados que no tenían tiempo de pensar en la muerte o en el paso del tiempo. De vez en cuando alguno caería inconsciente y desaparecería sepultado bajo el polvo. El cielo brillaría mucho esa noche y sus compañeros no lo echarían en falta. Había más como él. Tomó el álbum con su foto y el espejo y pasó tiempo comparándose. Su ceño se fruncía cada vez más y nos observaba de reojo como preguntándose qué estaba pasando. Al cabo de unos minutos levantó definitivamente la vista del espejo y nos miró fijamente. Vimos el cielo reflejado en sus ojos y las estrellas resbalaron hasta el lagrimal recogiéndose en una gran lágrima que surcó su cara. Mario y yo nos abrazamos mientras él dejaba el álbum y el espejo en el suelo. Era el fin de la inocencia.
Ilustraciones por Mikel Murillo
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