Un selfie en el museo

 Los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres.

Jorge Luis Borges. Tlön, Uqbar, Orbis Tertius.

 

En el museo Tate Modern de Londres, uno de los más importantes del mundo, te invitan a que te saques un «selfie» con una de tus obras favoritas y te dan la opción de subirlo inmediatamente para que así pueda ser mostrado en las pantallas que pueblan escaleras y pasillos del edificio. Esta práctica ha ido expandiéndose en el ámbito de los museos al mismo ritmo que la manía-obsesiva-compulsiva de sacarse selfies ha azotado al mundo occidental. Si nos prestamos a un apresurado análisis marxista, diríamos que la alienación (pérdida de identidad) que produce la sociedad del espectáculo-consumo, nos insta a una continua búsqueda para reafirmar nuestra identidad. Pero, esta identidad, en un mundo tan obsesionado con la imagen de uno mismo, brota precisamente como autoretratos baratos, donde la calidad o el sentido artístico quedan en segundo plano, donde lo que prima es simplemente decirle al mundo (y a nosotros mismos): «Hey, existo, y he estado aquí». Esta búsqueda de la identidad, inserta en ese mundo homogéneo donde todos somos una masa compacta e indiferenciable de consumidores alienados, es la que empuja a hordas de personas-turistas a sacarse fotos en los monumentos más reproducidos e iconizados del globo. Las fotos en la torre Eiffel o en el Coliseo de Roma son tan frecuentes que ya no tienen valor. Es como si sólo hubieras ido allí (a Roma o a París) si tienes la foto que puede demostrar que viviste una «experiencia única» cuando en verdad es la experiencia más estereotipada y repetida por todo el mundo. La menos auténtica. Forma frente a contenido.

SELFIEEl siglo pasado Walter Benjamin escribió acerca de la problemática de la «reproductibilidad técnica de la obra de arte». Resumiendo atrozmente : cuando reproduces una obra de arte mediante la técnica, la fotografía, la fotocopia, se pierde su «aura», su carácter original, su morbo, para convertirse en una copia. Esto no había ocurrido jamás en la historia de la imagen o del arte. Desde la invención de la fotografía, el estatus ontológico de la imagen había sido cambiado para siempre.

La obra de arte original tiene un valor de autenticidad frente a la copia, puesto que en ella percibimos una «lejanía». Es el original, un objeto único en el mundo, creado en un espacio y un tiempo lejanos, no inmediatos, extraños, lo cual produce fascinación y placer de exclusividad (no hay otro igual). De esto saben mucho los fetichistas-coleccionistas.

Ahora bien, el que se saca un selfie en el museo busca varias cosas:

  1. Dar testimonio gráfico e irrebatible de que ha ido a un museo. Un «recuerdo».

  2. Reafirmar su identidad al representarse a sí mismo y satisfacer un deseo narcisista.

  3. Aprovecharse de la «celebridad» de la obra para prestigiar su propia identidad. Robar su aura.

El punto tres, es el que nos empuja también a sacarnos fotos con la celebridad de turno, el famoso que nos cuadre. Esto a veces nace de la sincera admiración, de que nos quede un recuerdo de alguien a quien respetamos de un modo genuino, pero lo cierto es que buscamos establecer una existencia en el mismo plano de hiperrealidad en el que vive un famoso (entendiendo hiperrealidad como la realidad «más real que lo real» que nos ofrecen los medios de ficción). De nuevo dar cuenta (¿a quién?) de que existimos.

El que se saca un selfie en un museo está incluyendo una imagen (la obra de arte) dentro de otra imagen. Está abriendo la puerta al abismo, al myse-en-abyme, que dicen los franceses… al infinito. Las nuevas tecnologías proponen un mundo donde cada individuo puede captar y reproducir un número infinito de imágenes. Auguran un mundo donde la reproductibilidad (que el pobre Benjamin ya encontraba peligrosa con la tímida e incipiente fotografía analógica) es norma. Donde ya no hay UNA sola imagen de la obra artística (la original) sino que cada individuo se la apropia para sí con sus máquinas diabólicas roba-auras, el individuo no se llena emocionalmente ni intelectualmente con la mera contemplación de la obra de arte, cien veces vista. Quiere apropiársela. Quiere estar en ella o que ella esté en él.

mona-lisa-museum-selfie-620Es a lo que el arte contemporáneo nos ha acostumbrado: a tener una posición activa ante la obra de arte- y su consecuencia mas lógica tal vez sea el «museum selfie».  Devorar y consumir arte que ha devenido producto.

Con esta técnica reproductiva logramos que la autenticidad, el aura de la obra, se nos pegue un poco, y así volvernos nosotros mismos más «auténticos».

La autenticidad de la obra de arte radica en su carácter único. Pero… pensemos en la Gioconda de Leonardo, la Mona Lisa. Sólo escribir su nombre me produce náusea, tantas son las reproducciones baratas de ella que veo a diario, cada una con un color distinto, un tamaño distinto, una nitidez distinta. Es ya un tópico ir al Louvre y decir «qué pequeña es esta obra, me la imaginaba más grande». Esto ocurre porque lo que importa no es ya la obra en sí misma, ni mucho menos su carácter artístico. Lo que importa es la propaganda, el carácter publicitario, que ha llegado a eclipsar el propio arte. La reproducción ampliada. Ya no vas a ver la Mona Lisa porque sea un fantástico retrato laico de una personalidad de la época ejecutada por un gran maestro de la pintura… vas porque es famosa y te han atiborrado de tantas copias y copias de la misma que tu existencia sólo cobra sentido cuando ves la original, y constatas con alivio: existo.

Un experimento: poned en Google  «la noche estrellada de Van Gogh», os aparecerán miles de imágenes. ¿Cual es la original?.¿ Cuales son los verdaderos matices de color fruto de la intencionalidad del artista? Poco importa una vez traspasamos el umbral de lo Hiperreal.

Imágenes dentro de otras imágenes. Fotógrafos ávidos de aura. Una necesidad obsesiva de reafirmarnos a nosotros mismos. Un mundo donde las imágenes nos superan en número. Un mundo cada vez más hiperreal, virtual, construido. El «museum selfie» viene a confirmar el problema que las tecnologías de la imagen han vertido sobre el mundo del arte y que sagazmente supo ver Walter Benjamin. El arte está condenado a reconsiderar sus categorías estéticas, ¡incluso la propia ontología de la imagen está puesta en entredicho!. Copias…. originales, la frontera está cada vez más difusa. El aura está condenada a perderse o a emplearse como un instrumento de consumo. La autenticidad, la experiencia única, son grandes elementos de consumo turístico, cultural. Convertir el arte en mercancía, en simulacro, en imanes para la nevera.

Epílogo:

El museo virtual llama a la puerta. ¿Quién tendrá el valor de abrir?. El futuro pasa por destruir todas las obras de arte y reemplazarlas por fotografías de las mismas a escala y en HD. Más real que lo real. El aura quedará para los fetichistas y los románticos.

 

Enlaces:

El «museum selfie» ha ido incorporándose a la propia experiencia del museo, en un afán de modernización y revitalización de las instituciones, un reencuentro interactivo con el visitante. Sólo algunos ejemplos:

Un tumblr con muchos ejemplos de este tipo de selfie.

Concurso de selfies del museo Thyssen de Málaga.

Otros museos han decidido directamente prohibirlos.

Un artículo interesante que explica la noción de aura en W. Benjamin.

 

Bibliografía:

Walter Benjamin. La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica. En (BENJAMIN, W. Discursos Interrumpidos I, Taurus, Buenos Aires, 1989.)

El texto completo.

 

Guillermo Rodríguez Alonso

Graduado en Historia del Arte por la Universidad de Santiago de Compostela, Máster en Estudios Comparados por la UPF y Doctorando en Filosofía Contemporánea por la USC. Natural de Vigo y residente en Val Miñor.

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