Los años 70 fueron una de las décadas más prolíficas para el rock y sus vertientes. La rebeldía, lo prohibido y el inconformismo se convertían en ilustres protagonistas de unas letras que ponían voz a sonidos poco convencionales y transgresores, entretejiendo la banda sonora de muchos movimientos sociales y culturales de la época en la esfera norteamericana.
Es precisamente en los albores de esta dorada época musical cuando un joven Jonathan Richman forma su primer cuarteto: The Modern Lovers. Influenciado por los sonidos de The Velvet Underground, el primer y único disco del grupo (The Modern Lovers) producido por John Cale, pasó desapercibido en el panorama musical de entonces, siendo infravalorado, incomprendido y desdichado, al igual que lo fue en sus inicios el Banana Álbum de sus predecesores. Hubo que esperar varios años para que el grupo comenzara a adquirir popularidad y reconocimiento. Un leve reconocimiento que llegó demasiado tarde para un grupo que ya se había evaporado cuatro años después de su formación, y sus integrantes ya habían tomado caminos diferentes. Lo que este grupo jamás imaginó es que a pesar de las adversidades que les impidieron avanzar como banda, se convertirían en un modelo a seguir para grupos posteriores. The Modern Lovers serían un referente del punk en Reino Unido, y unos incipientes Sex Pistols, versionarían su Roadrunner.
Los años siguientes para Jonathan Richman suponen un cambio sustancioso en su manera de entender la música. Su siguiente formación, Jonathan Richman & The Modern Lovers, se desvía ligeramente hacia un rock & roll más tradicional y de ritmo cincuentón, tal y como evidencian algunas canciones como Dodge Veg-O-Matic, New England, Lydia o Party In The Woods Tonight. Con el tiempo, se empapa de nuevas influencias, incorporando a su repertorio canciones con marcadas influencias orientales (The Sweeping Wing – Kwa Ti Feng), ritmos egipcios (Egyptian Reggae) e incluso tribales (Coomyah). En esta nueva etapa, las canciones van perdiendo trasfondo lírico, sus letras se vuelven más simples y su temática se inclina hacia lo banal y cotidiano (Ice Cream Man; I’m Nature’s Mosquito; I’m a Little Dinosaur; I’m a Little Airoplane) No cabe duda de que con el paso de los años, (y como si se tratase de una extraña posesión por una especie de síndrome de Peter Pan) Jonathan Richman se va tornando más inocente e infantil en sus composiciones, incluyendo el toque humorístico en sus interpretaciones y haciendo a su público cómplice y partícipe de sus actuaciones en directo, ayudándose para ello de su carismática personalidad e interminables estribillos cantados una y otra vez para el deleite de su público más leal que aclama afanado sus hazañas. (La versión extendida de Ice Cream Man llegó a durar más de 7 minutos en un concierto).
La última etapa de Jonathan Richman, que se extiende hasta la actualidad, representa su lado más minimalista e introspectivo. Despojado de prácticamente toda la parte instrumental, apoyándose únicamente en su guitarra y en Tommy Larkins, su fiel batería que acompañará sus actuaciones, Richman se vuelve más cantautor que músico y más showman que cantante. Jonathan había relegado el rock a un segundo plano, y apostando por el formato acústico, había comenzado a dar forma a ese trovador contemporáneo en el que intencionadamente se estaba convirtiendo. Sin embargo, la innovación y la creatividad siguen activas en su vida pese a ser la etapa más criticada de toda su carrera. Su pasión por la cultura mediterránea le anima a cantar en un macarrónico español, y también lo hace en francés e italiano. Resultan tremendamente cómicas las adaptaciones a estos idiomas que hace de sus propias canciones, traducciones literales que en la mayor parte de los casos carecen de sentido (When Harpo played his harp – Harpo en su arpa; Just for fun- No más por fun). Y es precisamente ese entrañable sinsentido el que da sentido a la vida de Jonathan Richman. Una persona que jamás se sintió una estrella pero que brilla más alto que muchas de ellas.
Por Fátima Polo Delgado