Disciplina: Relato.
Mónica ya me había avisado. La verdad es que no me apetecía nada levantarme tan temprano, pero se supone que soy el jefe. Tengo que dar ejemplo. Lo peor de todo es que no me encontraba demasiado bien y solo el hecho de pensar en salir a la calle ya me provocaba náuseas.
Al final me envalentoné y con aquel abrigo marrón de rebajas, salí derecho a la oficina. Me pareció extraño, cuando cerré la puerta, que esa sensación de que algo se me olvidaba no apareciese, pero supuse que eran las prisas. Menos mal. Desde el primer instante en que puse el pie en la calle hasta el momento en el que el autobús abrió la puerta, no paré de correr. Fueron quizás diez minutos, pero para alguien de mi envergadura, correr cuesta abajo diez minutos significa mucho.
Felizmente, cuando me senté en el asiento de detrás del conductor, pude respirar tranquilo. Todo iba bien. Me dediqué entonces a deleitarme con las conversaciones ajenas. La verdad es que suena un poco mal, pero es mi mayor pasatiempo. Llevo cuatro años compartiendo trozos de vida con una serie de personas a las que no conozco personalmente, pero sí sé que sus hijos están divorciados o que a su suegra le tocó la lotería. Echaré de menos a esta gente del autobús cuando todo cambie.
El caso es que el viaje se me hizo muy corto, escuchando a mis amigos. Le di al timbre de parada y me bajé. Como estaba el semáforo intermitente, decidí echar la última carrera para llegar cuanto antes a la oficina y atender las llamadas pendientes de Madrid. Sin embargo, un coche no respetó el ámbar.
Puede que sea por el trauma del momento o porque directamente me quedé inconsciente, pero no recuerdo nada. Sólo sé que unas horas después me desperté en una camilla con la cabeza magullada y un par de férulas en los dedos. Las enfermeras me tranquilizaron y me recomendaron reposo durante unos días; nada grave.
Cuando salí del hospital por mi propio pie, sentí lo que no había sentido al salir de casa. Esa sensación de olvido. Me chocó porque no llevaba nada encima a la hora del accidente más que el abrigo, pero seguí adelante.
Como estaba todavía un poco mareado, me paré en un bar a tomar un pincho de tortilla y aproveché para llamar a Mónica. Como imaginaba, no tenía inconveniente en cubrirme ese par de días libres que me habían recomendado. No tenía muchas ganas de quedarme en casa, pero para evitar más percances quise seguir las directrices de las enfermeras y del médico.
Como el tiempo empeoraba, decidí hacer de esos dos días de reposo un mini retiro espiritual durante el cual no tuviera que salir a la calle para nada. Fui al supermercado, cogí cuatro latas y unos huevos. Lo necesario.
Tras el religioso paso por el estanco, entré en casa y cerré la puerta dejando la llave puesta. Nadie me molestaría.
Es un gustazo quedarse en casa en días lluviosos. Además, no tenía mejor excusa, mis dedos estaban torcidos y las cervicales las tenía un poco tocadas. Enseguida cogí cuatro o cinco películas y me senté en el sofá a dormitarlas. Las horas pasaron y, salvo un par de ataques a la nevera, no me levanté del sofá. Cada vez que acababa una película me levantaba para poner otra y punto. Así hasta que vi todas.
Entonces creí que ya era hora de fumarme un cigarrillo. Me asomé a la ventana a ver cómo estaba la calle, pero todo era tan deprimente que bajé la persiana. Me pregunté entonces si podría llegar a vivir recluido bajando lo más mínimo al mundo exterior. Es verdad que nunca fui una persona de contacto físico, pero con los años esa especie de misantropía se había visto acrecentada debido a un par de incidentes en el trabajo.
Me fumé hasta el filtro. Es una extraña compulsión, pero me encanta. Cuando las cenizas ya se habían apelmazado en el cenicero, fui hasta la nevera y cogí un par de salchichas. Todavía me dolía la cabeza y tenía la mandíbula un poco agarrotada. Todo a su tiempo. Al terminar, cogí diez películas más y volví al sofá.
Cuando desperté ya era demasiado tarde. Tantas horas sentado habían hecho mella en mi magullado cuerpo y los músculos, ya de por sí débiles, se habían transformado en una masa amorfa. Me dieron ganas de llorar. Fue entonces cuando recordé que guardaba un par de botellas para situaciones de emergencia. Me puse un par de copazos de un líquido acaramelado que sabía a viejo. Qué bien me sentaron.
Mi madre apareció, ¿no estaba muerta? Se sentó a mi lado y empezamos a discutir; claro, mi cuarto estaba sucio y César no podía dormir con tanto polvo en la casa. Sabía de sobra que aquello no era real, pero decidí hacer como si nada y le di conversación. Minutos después, mi madre era mi primera novia. Su cara no era la de siempre; estaba hecha de un material plástico, brillante. Tenía pequeños agujeros. Era un teléfono. O estaba borracho o me había vuelto loco. Daba igual, estaba en un estado tan extremo en el que hasta eso me parecía normal. Cuando mi novia se marchó, me arrastré trastornado hasta el mueble-bar de donde cogí un bote blanco que no pude identificar. Supe que era lejía por el olor que desprendió nada más abrirlo, así que lo dejé encima de la mesa, temeroso de beberlo por equivocación. ¿Cuánto tiempo hacía que no comía nada? No supe decirlo. El problema es que caí en un estado sonámbulo en el que una simple gota de sudor frío me daba miedo al caer por mi frente. Estaba siendo atacado. Llorando y jadeando, me arranqué las férulas de los dedos y me quité la protección para las cervicales. Esa puta gota de sudor se acercaba hasta mis ojos peligrosamente. Me dieron ganas de llorar. Supe que era hora de parar cuando no distinguía el suelo del salón de la orilla de la playa de enfrente. Un niño se acercó hasta mí y me preguntó si me gustaría ayudarle a hacer un castillo de arena. Yo le dije que mi mamá ya me había llamado para merendar. Él me echó arena en los ojos y yo cogí un puñal y se lo clavé. Cómo me dolía la cabeza…
En un arranque de lucidez, en medio de la más absoluta y húmeda oscuridad de mi salón, eché un trago de lo primero que vino a mi mano. Sabía que durmiendo bien unas horas me despertaría resacoso, pero sobrio, así que apuré hasta la última gota de la botella. Blanca. Puede que mientras bebía sintiese esa sensación de quemazón en mis entrañas, pero quería purificarme y aquello funcionaba.
Poco a poco fui dejándome vencer por el sueño. Todo me daba vueltas y la película ya había terminado. Un acomodador se acercó para echarme. La siguiente sesión estaba a punto de empezar y tenían que limpiar la sala. El telón cayó para no volverse a abrir.
No sé cuanto tiempo pasó hasta que sentí las bofetadas. Estaba en una camilla, rodeado de gente. De mis brazos salían tubos y tenía un gran vendaje en el abdomen y otro en la cabeza. De entre las caras, reconocí a la enfermera que me había atendido hacía días, cuando el atropello. En ese momento me dijo:
-Señor, ¿recuerda algo?
-Sólo me acuerdo del acomodador y de una botella blanca. -Ha sufrido un atropello. Bajaba usted del autobús. Hemos tenido que transfundirle sangre.
-¿Qué?
-Tenía usted una herida profunda en la base del cráneo con riesgo de infección. Ha perdido usted mucha sangre.
-¿Qué ha dicho? ¿Un atropello?
-Si, señor. Hace dos horas que ha llegado la ambulancia. Si no llega a ser por… Tiene usted un grupo sanguíneo muy poco común.
-¿Cómo? ¿Si no llega a ser por qué?
-Justo al entrar usted llegó un hombre inconsciente. Al cotejar las analíticas vimos que sus grupos coincidían y así hemos podido salvarle. De lo contrario…
-¿Dónde está ese hombre?
-No hemos podido hacer nada. Suicidio. Sus allegados dijeron que hacía tiempo que no contestaba al teléfono. Tenía el estómago quemado. Bebió lejía, suponemos.
-¿Pero no entró con vida?
-Si. Pero como le he dicho, no pudimos hacer nada. Acaba de morir, justo cuando usted abrió los ojos. Por lo menos sabe que su sangre le mantiene vivo. Forma parte de usted, en cierto modo. Es curioso…
Dos semanas después, saliendo por las puertas del hospital pensé que ya iba siendo hora de avisar a Mónica.