Tiré la colilla del cigarrillo por la ventana y me levanté de la cama. Abrí mi mochila y metí dentro lo poco que me importaba en la vida. Algo de ropa, mi iPod, el CD de Lori Meyers que me regaló por Navidad, y mi corazón partido a trozos. Me la cargué al hombro, agarré mi guitarra y salí de la habitación. Habían demasiados recuerdos impregnados entre aquellas sábanas. Lloré mientras me iba. Me había hecho eternamente feliz. Pero la jodió.
Cuando apareció en el café donde solía divagar con otros soñadores fracasados como yo, enseguida me iluminó con sus profundos ojos pardos, de mirada triste y perdida. Me enamoré perdidamente de su pinta de idiota y ese aire de melancolía que exudaba. Esa noche le dediqué una canción, la que se convirtió en nuestra. “NVR LKD SO FIN”, de Matthew Santos. Cada nota que le arrancaba a mi guitarra hablaba de ti. Sonreíste tímidamente y supe que ahí empezaría todo.
Míranos ahora.
Sólo te pedí una cosa. Una sola cosa en el universo entero: que no me mintieras. Y lo hiciste. Me mentiste con esa sonrisa de medio lado, enredado en la manta del sofá, de nuestro sofá. Me dijiste que todo iba bien, que no pasaba nada. Pero siempre las mentiras son unas hijas de puta, y siempre se escapan de la cárcel de las palabras. Creíste que no me enteraría. Creías que era un imbécil enamorado de ti, que te creería siempre. Y lo era, joder, lo era. Me habías vendido la moto completamente. Pero me fallaste. Sólo te pedí una cosa y la pisoteaste.
Lo peor de todo fue enterarme por terceras personas. Ni siquiera tuviste el valor de venir a contármelo. Fue Alicia. Ella era la primera dolida cuando supo que su novio se acostó contigo. No sé cómo demonios lo averiguó, pero lo hizo, y yo me quise morir. No podía creer que me hubieses hecho eso. Lo más doloroso para mí fue que cuando te lo planteé, ni siquiera hiciste el esfuerzo de negármelo. Esa vez, mentirme hubiese sido mi salvación, joder. Pero me dejaste allí, sentado en nuestro sofá, partido en dos, mientras Jude Law destrozaba a Julia Roberts en “Closer”. Qué ironía, ¿eh? Hablarte de tu infidelidad mientras la veías.
Entré en la cochambrosa habitación del motel donde me había registrado. Dejé mi equipaje en una de las camas y yo me derrumbé en la otra. Saqué un cigarrillo y lo encendí. A la primera calada, de mi boca escapó el humo azul y se elevó hacia el techo.
En mi mochila, los pedazos rotos de mi corazón lloran, y yo también. Lloramos por ti, imbécil. Porque a pesar de todo lo que me has hecho pasar estos dos días, te sigo queriendo. Mi existencia sin ti no tiene sentido. Tú llegaste a mi vida para ordenarlo todo. Mis canciones hablan de ti, y nuestro sofá, y toda la casa, y me da igual a quién te hayas follado, te lo juro. Porque soy un ser tan patético que en el fondo, sólo lo que quiero es estar contigo. Quiero sentirme completo de nuevo, y eso sólo puedo sentirlo a tu lado.
Juro que te odio. Te odio más que a nada en el mundo. Te odio por traicionarme de esa forma, te odio por dejarme abandonado en esa habitación, tragándome el mundo a hieles. Te odio por aparecer en el café ese puñetero día, por haber llegado y poner mi vida patas arriba. Te odio por dejarme enamorarme de ti, y te sobre todo te odio por haber conseguido que vuelva a escribir, después de años. Pero el amor que siento por ti, lo eclipsa todo. Así que a la mierda.
Tiré la colilla del cigarrillo por la ventana y me levanté de la cama. Voy a volver a por ti, Dani, y te voy a dar esta carta, después de insultarte, porque de las cosas malas que me han pasado en la vida, esta es la peor, pero tú eres la única buena. Y por eso, hijo de puta, te quiero.