Se sentó en un banco del parque a ver pasar el tiempo.
Con los antebrazos apoyados en sus piernas posó su cabeza entre sus manos, cerró los ojos y dejó que los sonidos le hablasen.
Escuchó el cimbrear de las hojas de los chopos, el gorgoteo de las palomas y el piar de los gorriones. Escuchó a los niños jugar, el chirriar de los columpios, a las madres, siempre vigilantes, advertir de los peligros, a los adolescentes parlotear de su hermosura, de sus conquistas y deseos. Y escuchó también el silencio de otros como él que veían el tiempo pasar.
La brisa cálida le hablaba de un inicio de verano. De unas nubes blancas que transitaban pausadamente, como observando lo que allí abajo, el la tierra firme, ocurría. Sus aromas aun frescos de una reciente primavera le alimentaban en su silencio. Su pelo era acariciado. Mecido con delicadeza, de forma casi imperceptible.
De pronto el silencio lo inundó todo, la brisa cesó. El aire desapareció. Dejó de respirar. Tampoco lo necesitaba. Abrió despacio los ojos con el temor de no ver nada. Pero ahí estaba el suelo de tierra ocre, con sus piedrecillas, algún resto de cáscaras de pipas, el palito de un chupa-chups y un pequeño envoltorio de plástico indeterminado. Alzó su cabeza de entre sus manos y observó. Todo permanecía inmóvil. El tiempo se había parado.
Las nubes quietas. Las hojas de los chopos por grupos viradas. Las palomas y los gorriones también inmóviles, cada cual en su última actividad antes de la parada. Unos comiendo, otros volando, otros, quién sabe haciendo que.
Los niños, sus madres y padres, los adolescentes y los otros observadores del tiempo, permanecían igualmente inmóviles.
Se fijó especialmente en ellos, en los humanos, y se dio cuenta de algo extraño aunque no sabría decir que era. Prestó atención a todos ellos, algo no era normal, lo intuía. Sus caras, las de todos ellos estaban borrosas, irreconocibles, como borradas con una goma que deja un rastro de sombras desdibujándolas.
El no respirar no le produjo angustia alguna, se sentía bien, como si lo hiciera. Se levantó del banco y caminó con cuidado, como con el miedo que se camina cuando uno no quiere modificar o alterar nada. Cada paso era pausado, medido, almohadillado, casi de puntillas. El silencio seguía envolviéndolo todo, casi se podía tocar. Se sentía. Incluso sus cuidadosos pasos eran absolutamente silenciosos. Se vio tentado a hablar pero no se atrevió, no tenía ningún sentido.
Esquivó a los gorriones y palomas y dirigió sus pasos hacia los niños que jugaban en los columpios. Tenía gracia verlos congelados en el tiempo, como si de una fotografía por la que se pudiese caminar se tratase. Ahora, más cerca de ellos, se percató de sus ropas, de su forma de vestir. Era antigua, del pasado.
Un niño estaba sentado en el suelo agarrándose una rodilla por la que sangraba, y el borrón que era su cabeza estaba inclinado hacia atrás. Sin duda estaba llorando.
Sin saber bien porque, echó su mano a su rodilla, remangó el pantalón hasta esta, y vio la cicatriz que le quedó cuando el aun era niño. Un niño como el que ahora observaba en esa instantánea. Una duda le sobrecogió e hizo que algo en su interior se estremeciera. No podía ser, no tenía lógica alguna que aquel niño de imagen borrosa fuese él en su pasado, cuando él era niño. Pero esos pantalones cortos, ese polo y esos zapatos… Podían ser los suyos, pero también los de cualquier otro. Entonces se dirigió a sus padres. La madre avanzaba con paso firme hacia el niño mientras el padre permanecía observando con los brazos en jarras. Todos sin rostros, sin identidad. Sus ropas, una vez más, podían ser la clave para despejar sus dudas. Ahora convertidas en ansiedad, casi miedo. Trató de recordar como vestían, alguna ropa en particular que pudiese recordar, pero nada surgía de su mente. Pensó en las fotografías que tantas veces había visto, esas fotos de familia, esas fotos de su vida. Pero no recordaba como vestían, solo rostros, expresiones, posturas, poses. La ropa nunca tuvo importancia y ahora se hacía imprescindible. El físico de aquella mujer podía ser el de su madre, su altura, sus formas. Pero como saberlo con seguridad. Somos todos tan parecidos, y hacía tanto tiempo de eso.
Pensó entonces en su madre, en sus detalles. Trató entonces de recordar sus collares, pulseras, sortijas, algo que le confirmara lo que casi era un hecho. Aquella mujer llevaba un colgante y unos pendientes que no le aportaban pista alguna, pero la sortija, esa sortija con una perla engarzada… Había sido de su abuela y ahora la llevaba ella, tenía que ser su madre.
Su estómago se encogió, sus labios se apretaron y los ojos se entornaron llenándose de unas lágrimas que aun no se atrevían a salir. “Mamá”, la llamó en silencio. “Mamá, soy yo, tu hijo. El mismo al que vas a ver que le ha pasado”. Pero sabía que aquella mujer inmóvil de rostro borrado, camino de si mismo, no podía verle, no tenía vida. Corrió entonces al que debía ser su padre. Su talla, su gesto corporal… ¡Y llevaba el paquete de tabaco que siempre fumó en el bolsillo de la camisa! No había duda que aquel hombre era su padre. Quiso tocarle pero no se atrevió, tenía miedo a que se desvaneciese, a volverlo a perder. Quería disfrutar de ese momento todo lo que pudiese. Corrió entonces hasta los otros niños buscando a su hermano y a su hermana. Lleno de felicidad, aunque con alguna duda, los fue catalogando. Sonreía como se sonríe cuando, en la soledad, se recuerda lo mejor de la vida. Con esa sonrisa sincera que sale de dentro y que solo uno disfruta por estar solo. Una sonrisa privada, la más natural, la que no lleva artificios.
Se sentó al lado de si adoptando una postura parecida, agarrándose con sus manos entrelazadas sus rodillas. Se observó detenidamente y se dijo: “todo lo que te espera chaval. Si pudieses oírme…!
Así permaneció un rato, absorto con lo que le estaba pasando, disfrutando cada instante, buscando con la mirada a cada uno de ellos, recordando y contándoles lo que será de sus vidas. Unas vidas ya pasadas.
Un poco más allá, sentados en un banco, se encontraba el grupo de adolescentes. ¿Serían también conocidos? Aquella duda le hizo levantarse y dirigirse hacia el grupo, no sin antes echar un último vistazo a su familia en un gesto de disculpa por el abandono.
El grupo estaba formado por dos chicas y tres chicos. Una de ellas fue su primera novia. No lo dudó un instante. Aquel colgante de cuero con un escarabajo sagrado egipcio azul, había sellado su compromiso de ser novios.
Se echó las manos a la cara, se mesó el pelo con la incredulidad de lo que le estaba pasando y se sentó junto a ellos. La otra chica era Raquel, el más alto José Ramón, el otro Antonio, y él, era el más bajito y delgado. El que estaba junto a ella y le cogía de la mano.
Los recuerdos le aturdían, se atropellaban en su mente como un choque en cadena. Todos eran recuerdos alegres, de suma felicidad, de complicidad entre aquellas figuras inertes y sin rostro, y su presente extraño del que ya no era consciente.
Las cábalas de una vida diferente se agolpaban en su mente. La añoranza le invadía sin reproche a lo vivido. No podía dejar de preguntarse que sería de ellos, como les habría tratado la vida, si le recordarían como el hacía en ese instante.
Siguió mirando a su alrededor buscando más de su pasado. A unos metros y en otro banco una pareja joven parecían dialogar algo sobre un papel. Se acercó a ellos. El papel era el plano de su piso, aquel primer piso que tantos miedos como ansias de esperanza hacia una independencia les infundaron. Ella era su pareja, con la que compartiría su vida desde entonces. Pudo reconocer sus ropas y sus formas, y su miedo a perderla le seguía impidiendo el contacto. Era una tentación volver a sentir su piel joven y tersa, su calor, su carne, sentirla a ella una vez más como en aquellos días. Pero no lo hizo, le faltaba el rostro y su expresión, prefería guardar el recuerdo.
También se vio con su hija en brazos mientras su madre le hacía un mimo en la espalda. Era tan pequeña… Cuanto hacen sufrir los hijos, pensaba, y cuanto amor desprenden y nos sacan. Tanto amor, que jamás hubiese imaginado que lo albergara.
Luego observó que en un rincón del parque, a la sombra de los chopos, había un hombre con una cámara haciendo fotos a una fuente de agua. El ya sabía quien era y el tiempo al que pertenecía. Sin prisa se aproximó. Su ropa la tenía el en el armario, es la que se puso ayer cuando fue al parque con la cámara. Su paseo por el tiempo había terminado.
Se encontraba bien, casi como nunca, con esa sensación agridulce de disfrutar algo sabiendo que en breve se terminará.
Cuando regresó hacia el banco donde quiso ver pasar el tiempo, descubrió que allí permanecía, sentado con sus antebrazos en las piernas y la cabeza entre sus manos. Con los ojos cerrados y orientados hacia el suelo. El si tenía rostro. Se podía ver nítidamente.
Se sentó a su lado y al tocarlo, fue absorbido dulce y pausadamente por aquella imagen suya inmóvil.
El tiempo regresó y volvió a escuchar el cimbrear de las hojas de los chopos, el gorgoteo de las palomas y el piar de los gorriones. A los niños jugar, el chirriar de los columpios, a las madres, siempre vigilantes, advertir de los peligros, a los adolescentes parlotear de su hermosura, de sus conquistas y deseos. Y escuchó también el silencio de otros como él que veían el tiempo pasar.
Regresó también la brisa cálida del inicio del verano. Las nubes blancas seguían transitando pausadamente, como observando lo que allí abajo, el la tierra firme, ocurría. Pudo oler los aromas aun frescos de una reciente primavera que le alimentaban en su silencio. Su pelo seguía siendo acariciado. Mecido con delicadeza, de forma casi imperceptible. Abrió los ojos y vio los rostros de todas aquellas personas. Rostros nítidos pero irreconocibles. Personas que jamás hasta ese momento habían formado parte de su vida. Eso, él, ya lo sabía. Se recostó en el banco, miró al cielo azul y resplandeciente, sonrió, e inhaló su último aliento de vida. Su tiempo había pasado.