La Superbowl y la Capilla Sixtina

Una de las características de la postmodernidad como lógica cultural es precisamente la disolución de las fronteras entre la alta cultura y la cultura de masas. Así, mientras que para la cultura moderna existía una clara diferencia entre las expresiones culturales «populares», propias de las clases bajas, y las grandes manifestaciones artísticas propias del mecenazgo regio o religioso, en la postmodernidad la lógica del capitalismo tardío ha creado una situación de total indiferenciación. ¡Cuán grato era para aquellos aristócratas y burgueses del siglo XIX acudir a la ópera toda vez que allí se materializaban precisamente las diferencias que los alejaban del pueblo llano! Esa «alta cultura» nunca ha sido inocente, siempre ha ocultado bajo su belleza las relaciones de poder entre la minoría «cultivada» y el vulgo embrutecido. Toda manifestación cultural que estudiamos en nuestras escuelas es producida casi siempre bajo el amparo de las clases dominantes. ¿Acaso el Vaticano ha sido levantado para deleite de los pobres?

Para hacer honor a las bondades de la situación postmoderna de la cultura de este tardo-capitalismo que, ante el dinero, a todos iguala, es menester despojarnos de esa visión clasista de la cultura. Ante todo, debemos hacernos cargo de un hecho profundamente revulsivo: El half-time pepsicola de la SuperBowl viene siendo, desde hace algunos años, uno de los mayores acontecimientos estéticos de nuestra época. A quien le resulte extraña la afirmación de que este evento esté al nivel artístico de la tan mitificada y nauseabunda capilla Sixtina de Miguel Ángel – la cual sigue siendo, para deleite de los carcas que aún se amontonan bajo sus techos para rendirle admiración, uno de los epítomes culturales de occidente – deberá admitir que su visión de la cultura es todavía del siglo XIX. A quien le parezca que una sonata de Chopin interpretada por el pianista de turno está por encima de cualquier tema de Pimp Flaco, habría que recordarle el carácter profundamente violento de un modelo de cultura hecha únicamente para el deleite de los ricos. Hoy en día la situación es tan alarmante que debemos luchar con todas nuestras fuerzas contra ese clasismo cultural que nos impone el TOP 10 imaginario  (otrora conocido como Canon) de obras artísticas más grandes de todos los tiempos pobladas por nombres como Bernini, Velázquez, Goya, y demás lamebotas del poder. Mientras no nos hagamos cargo del verdadero e innegable valor estético de la ya mentada actuación de la Superbowl seguiremos reproduciendo un elitismo cultural que ya no nos corresponde. El que crea que el arte está muerto porque ya nunca se pintarán cuadros como las Meninas u óperas como las de Wagner es un enfermo mental. Nunca una de estas obras ha estado al nivel de la puesta en escena de Katy Perry, con ese cuidadísimo y virtuoso despliegue técnico, de cámaras, encuadres, colores, coreografías y arte visual. ¡Ay! Cuánto tenemos todavía que aprender de los Estados Unidos de América, ese nuevo Vaticano que a día de hoy produce las obras más bellas de nuestra época y que nosotros, la vieja Europa, tan cínica y nostálgica, tan ultrajada aún por haber dejado de ser «el faro que guía el mundo», despreciamos como cultura de masas, consumo,  mainstream, o directa y llanamente «basura». La tan cacareada frase de Walter Benjamin, según la cual no hay documento de cultura que no encierre tras de sí la barbarie de la dominación, no nos debe engañar. Nadie quiere un mundo justo que sea rematadamente feo.

Guillermo Rodríguez Alonso

Graduado en Historia del Arte por la Universidad de Santiago de Compostela, Máster en Estudios Comparados por la UPF y Doctorando en Filosofía Contemporánea por la USC. Natural de Vigo y residente en Val Miñor.

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