Pedro Echevarría en CROA02

Disciplina: Poesía

 

Homenaje a Ginsberg

He visto las mejores mentes de mi generación aniquiladas por la locura, vacías

neuróticas desnudas,

arrastrando su alma por la tierra de los inmigrantes al amanecer en busca de un colérico

pinchazo,

hipsters modernos con flequillo engominado ardiendo en el infierno de las vanidades

con su ego y su dolor en llamas, conectados a una espiritual y noctámbula fuerza

motriz,

que desvaídos y harapientos y ojerosos y drogados consumieron la noche desbocándose

en la penumbra sobrenatural de una pista de baile con las mandíbulas flotando

sobre la ciudad, rasgando la oscura noche con la piedra de un mechero,

que desnudaron sus cerebros carcomidos ante un cielo de terciopelo y vieron las tablas

de Moisés tambaleándose sobre sus cimientos,

que ávidos de conocimiento acudieron a las universidades con ojos de leviatán

impenetrable, relucientes de poder, con coronas de espinas e ideas jacobinas,

los maestros de la guerra,

que fueron expulsados de las academias por ser imberbes mentales, por la tristeza de

sus párpados que quemaba el calendario con delirios de peter pan y odas obscenas de humor invisible para los gusanos,

que fueron arrastrados y torturados por patillas púbicas, que se escondían en ropa

interior en habitaciones sin afeitar, jugando a ser el joker, con los monederos

alopécicos y pájaros en la cabeza,

que comieron doble cero en hostales sin estrellas y bebieron benzedrina de los árboles

caídos hasta oír la llamada química biológica coyuntural, sexo entre las piedras, flor de látex,

que sometieron sus quebradizas vértebras a un purgatorio de delirios noche tras noche,

con orgías, profilácticos, pesadillas y brujas que enamoran, alcohol sin hielos, vientres de gelatina, bailes si principio ni final,

horas que se ahogan en el tiempo, incomparable edén de nubes trémulas y endorfinas en

el aire, saltando hacia el reloj del último kilómetro, iluminando la anatomía

inmóvil del inframundo, pasajeros de una historia vital,

realidades de salones de cristal, camastros con ceniza entre las sábanas, amaneceres de

lavabos pútridos, gas lacrimógeno y borracheras de humo en la azotea, baldosas rotas, barrios de escaparate que susurran luz de neón, aceras meadas en los cegadores albores del amanecer, rugidos de un cementerio abarrotado por seres fúnebres que se inventan las historias al abrigo de un futuro oscuro,

que encadenaron su demencia a las cloacas para el interminable viaje hacia ninguna

parte y asesinaron el arte a ritmo latino hasta que el ruido de la locura les hizo caer babeando con la boca desencajada y una excitante sonrisa entre los dientes, drenados de sentimiento,

que se hundieron en algún antro somnoliento inyectadas las corneas en fuego abrasador,

fulgor de la noche, y se sentaban después a lo largo de una tarde sin aliento, ametrallados por el insidioso eco de la nueva música que mueve el mundo, comecocos esperando el próximo fin de semana, escuchando el crujir del Apocalipsis en una frasco de hidrógeno,

que hablaron sin cesar con el aullido de sus pasos y ladraron su silencio en incómodas

filas del paro, junto al puente suicida, excitándose con la congoja de un final heroico, víctimas del terrorismo de estado,

un escuadrón derrotado de conversadores bucólicos, de escuálidos consumistas

portadores del virus del capital y abrazados a la dínamo espiritual del dinero, saltando desde la luna hasta el asfalto,

vomitando escupiendo sangrando recuerdos y anécdotas y memorias y excitaciones del

globo ocular y riñas en el hospital de la entrepierna, de la cárcel y la guerra, y la

paz,

herederos fortuitos de ruinosos epílogos incompletos, con los ojos brillantes  los

párpados encogidos y el cinturón de Orión en la mejilla, soñadores tristes alicaídos, pasto para la sinagoga,

que vagaron en la oscuridad de la noche preguntándose dónde ir, fumando corazones

rotos en furgones sin frenos ni mapas del tesoro, pura alquimia del trapecio semanal,

que estudiaron Milton, Chesterton Unamuno, telepatía cartesiana y  amistad a distancia

en la frígida conexión de una red social, iluminante porque el cosmos latía sin sentido bajos sus pies,

que reptaron solitarios por las calles de babilonia buscando ángeles ermitaños mientras

las flechas de Cupido se les clavaban hirientes en los talones,

que pensaron que sólo estaban locos cuando la ciudad ardió y se llenaron las montañas

de fugitivos rendidos, espíritus sagrados de rencor y odio, un ciclón sobrenatural donde el aire no se inmutó, no tembló, continuó,

que deambularon desnudos y solitarios en la noria de sexo, aventuras y sopa, y

persiguieron la estela de la eternidad, el éxito de la tragaperras, el glamour codificado en amistades cibernéticas,

que se desvanecieron en el camino hacia la redención dejando un hedor de antiguas

postales del paraíso, del miedo al fracaso, sudores asiáticos poligamia oceánica fanatismo oriental corrupción occidental, de petróleo,

que desaparecieron en el volcán del consumismo dejando atrás nada sino la sombra de

un pantalón, una bolsa sin acciones, una idea quijotesca y una flor marchita,

que montaron en limusinas impulsadas por la furia de los dioses y atravesaron el

infierno, y se detuvieron para merendar comida precocinada de un futuro primitivo, manzanas del crepúsculo prohibido, bocados tapizados con sangre de hamburguesa,

que se quemaron los brazos con cigarrillos de canela en rama abrazados a la neblina

narcótica del tabaco del capitalismo,

que vendieron pastillas tabletas y pollos en plazas financieras y edificios de corbata

desteñida mientras las sirenas de ulises aullaban sus sentidos y disimulaban sus encantos en alguna parte lejos del mar,

que afanosamente escudriñaron el sentido de una vida que se escapaba entre las

comisuras de los dientes, fango barro lodo, juicio final que nunca llega,

que muscularon sus neuronas en gimnasios ortopédicos, maniquíes de plástico

blanco temblando ante la maquinaria de otros esqueletos,

que saborearon el amargo fruto del inevitable fracaso y chillaron con deleite por

su propia pederastia e ignorancia, arrastrados por salvajes y posesivas luces de carretera, blandiendo pensamientos y genitales,

que se masturbaron sin contemplaciones a la salida de misa, rehogando con sus fluidos a

los tristes feligreses derruidos y se dejaron penetrar por santos crucifijos y se

ahorcaron con rosarios redentores,

que bucearon en la marmita de las lamentaciones en busca de las caricias de un

amor abandonado en la cuneta, del abrazo furtivo y el gélido crujir del filo de una daga, o de una dama,

que copularon en la mañana en la tarde en la noche, en áreas de servicio, en jardines

para perros y en el cuero incómodo de un asiento trasero desluciendo la adolescencia pueril de los efebos,

que perdieron la dulzura y la ignorancia cuando empuñaron la rosa de los vientos

y afanaron sus cinturas a los encantos de una vieja arpía del destino que descuartizó las hebras intelectuales del tapiz de un artesano,

que copularon exhaustos cuando el sol entraba ya por la ventana con una botella de

ginebra un paquete de cigarrillos y una vela intermitente, y eyacularon eludiendo el último suspiro de conciencia,

que cambiaron cromos en la plaza de los sueños y se evaporaron en sórdidas películas

de medianoche creyendo enamorar a un escote una falda y unos tacones de aguja,

que saltaron del puente de los suicidas y se alejaron cantando frenéticos, luciendo

masivamente sus máscaras de villanos y soplando silbatos de vapor,

que acataron sumisos su derrotada circunstancia y su enfermiza consecuencia y se

unieron a la manada en su viaje hacia la perdición, y desmantelaron rebaños de  yuppies radiantes que protegían el jardín de la alegría y recogían la cosecha,

que llenaron bares con el desencanto de los iracundos, la soledad y el miedo masivo, y

se desenamoraron cuando descubrieron que sólo eran un número en la

interminable agenda de la infidelidad, un asiento, un puesto de trabajo,

que cayeron de rodillas en catedrales heredípetas donde se les castró con agua bendita y

se les marcó con el hierro abrasador de los epitafios, de los gritos y de la demencia,

que fueron censurados por voces adultas, apartados de la edad del porvenir por horteras

feligreses que inquieren la absolución de sus almas viciosas, pederastas de la generación perdida,

que se les culpó de una crisis de sentimientos y se les condenó a cien años de soledad en

ciudades cosmopolitas, sin calor y sin cielo azul pero con el sonido del miedo y la sombra del dolor,

que ni tan siquiera tuvieron fuerzas para exigir juicios de cordura en el día de autos a la

hipnótica bola de cristal sus canales embusteros y sus sueños imposibles, y fueron abandonados en la jungla por sus propios progenitores, creciendo y desarrollándose en la guarida del miedo donde jugaban a hacerse daño porque, de no hacerlo, acabarían queriéndose,

que años después se detuvieron frente al espejo completamente calvos excepto por una

coronilla de sangre seca, y de lágrimas y de arrugas, y comprendieron entonces la mentira, su propio engaño en estereotipos sociales que alimentaban la anorexia de sus corazones podridos, vacíos.

 

Pesadilla de ser viejo.

Viejo sin amor. Viejo mental,

Viejo sin pasado,

Viejo que juzga y es juzgado

Texto basado y dedicado a la figura de Allen Ginsgerb, padre biológico de los beat

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