El paisaje sonoro como espacio de resistencia política

Sobre la necesidad de una revolución auditiva

Pareciera que vivimos en una sociedad con “libertad de audición”, que podemos escuchar “de la manera en que queramos” y decidir nuestros gustos auditivos sin censuras de ningún tipo, atendiendo a la experiencia personal. Pareciera que somos nosotros los que decidimos qué es música, porque cada uno escucha como le da la gana, porque el oído es libre.

Pero la división fundamental que define lo musical y lo no musical se produce a priori de toda experiencia propia y personal (por tanto censura): Encuadramos aquello que denominamos música en un formato extremamente concreto (concierto, disco, spotify, instrumentos musicales…), dejando a un lado todo aquello que llega a nuestros oídos por otros cauces (“no musicales”). Esto es algo de relativo sentido común, es decir, necesitamos seleccionar de alguna forma aquello que socialmente percibimos como música (o arte) como medio para construir identidad y cultura; producto del pueblo que ha sido habitualmente utilizado por los poderes para sus propios fines. Será interesante extenderse aquí a explicar algunas formas en las que la música y lo sonoro se relacionan con lo político y lo social.

Desde la música de los mítines o los vídeos electorales, que pretenden suscitar en nosotros respuestas directas de agrado e identificación, hasta las características del canto gregoriano medieval como forma de construir imaginario y lógicas de pensamiento social (el canto coral como unión, disolución de la voz individual en el colectivo y en Dios, presente en el ubicuo resonar de largas notas a lo largo y ancho de la arquitectura espacial de una catedral), o el éxtasis sonoro de las enormes orquestas románticas como banda sonora en la construcción de los nacionalismos en su vía política grandilocuente, imperialista, colonizadora, la música ha sido utilizada como creadora de relatos y, más recientemente, como evidente propaganda. Estas son cosas que conocemos bien en Europa.

Entonces ahora seré provocador y recordaré al Wagner que sonaba por las calles de Berlín y nos aterrorizaba, o esas zarzuelas de la España castiza que unificaron las banalidades de un sentimiento nacional español, por supuesto en sintonía con todo lo franquista y nacional-católico. Pensemos, en este momento histórico que ahora vivimos, en el importante papel de la música en la propaganda franquista que permitió hacer tangible esa entelequia rescatada de un pasado rancio: la España imperial unificada y fuerte. Y al mismo tiempo sirvió para desarticular y oprimir los diferentes sentimientos nacionales en la periferia del país. No en vano se obligaba a entonar el Cara al sol. Basta esto para entender la relación intrínseca entre la música y el poder (prometo que en otro artículo expondremos la otra cara de la moneda, la de la música como emancipación y construcción del pueblo para el pueblo).

Claro que hoy las cosas son un poco diferentes a nivel político. La cuestión, por centrarnos en lo que nos ocupa, es que – podríamos decir – aún tenemos la misma manera de escuchar, el mismo oído y la misma división abismal que define, a priori, lo que es música, y que además determina sus usos en concordancia a los intereses del sistema, del capital, del consumo. Música rápida en supermercados si quieren que nos vayamos, música de ascensor y de consulta médica para crear un “buen ambiente”, chill out, perfume musical (maquillaje musical), música por megafonía cuando haya cualquier atisbo de celebración, santos, eurocopas, carnavales, navidades y demás, para obligarnos a divertirnos, a estar felices y bailar, tomar unas cervezas, ir al centro comercial con la familia. Música terrorífica y tétrica si sale un tío con turbante en una película, o en las noticias, una música dulce y emotiva con una bandera estadounidense de fondo, o el “Yes, we can” de los Black eyed peas y una cara de Obama.

Por otra parte, la música política o politizada conscientemente, como son especialmente el rap, el rock, el ska, etc, se ha reducido a una etiqueta o catalogación, y así el esfuerzo de estos artistas por colocar su voz independiente como valor cultural y social se ve invisibilizado, criminalizado, ridiculizado ante una lógica devoradora y hegemónica que “despolitiza” la música, que la convierte en un activo estéril que sólo sirve como decoración. Sólo así se entiende que se utilicen las mismas canciones en un mitin de Reagan y en uno de Kennedy. No importa el mensaje, de hecho es preferible que no exista, porque el control profundo opera bajo el mensaje. Es una llamada a la gregarización, un efecto bandwagon (también conocido como el efecto de arrastre), que domina e influye el comportamiento de las masas (dejando, sutil e inteligentemente, al individuo con sensación de libertad). Así, esta cultura despolitizada esconde una politización encubierta en los valores del consumo y en las costumbres sociales capitalistas (también patriarcales, eurocéntricas, etc.). El mensaje es disfrutemos, entretengámonos, huyamos todos juntos de la realidad a través de aquello que nos gusta. No es concebible que alguien vaya a ver un concierto cuyo contenido desconozca, o incluso no le agrade. Es así como los gustos o apetencias sociales se convierten en un método disciplinario, todos debemos estar donde nos gusta estar, ver lo que nos gusta ver y escuchar lo que nos gusta escuchar. En una sociedad bombardeada de propaganda de toda índole, veinticuatro siete, el gusto musical, el funcionamiento del oído, se convierte en espacio político de dominación.

Si tenemos claro que una revolución debe pasar por la visibilización social, por una revolución visual, que introduzca en el plano político-social colectivos y formas diferentes, multiculturales, feministas, etc. debemos también defender una revolución sonora, auditiva. Necesitamos oídos que sepan interpretar el mundo en el que vivimos, oídos conscientes de la manipulación de lo sonoro-musical y la esquizofonía que definen la utilización de la música y la propaganda por parte de los poderes económicos. Y para ello necesitamos una música que incluya los sonidos de nuestro mundo, que no viva en ese mundo de fantasías bailables, emotivas e ideales, armonías consonantes y tensiones en las que “todos nos identificamos” y con las que en realidad nos hipnotizan. Una música que incluya la diversidad del mundo y la organice en el tiempo, lo discordante, los sonidos indignantes, los dolorosos, los emocionantes. Existen sonidos que debemos preservar, y otros que deben ser creados, y esta es una lucha por la soberanía de los pueblos para construir su cultura y su forma de vida (su forma de escuchar). Es el paisaje sonoro un pilar fundamental de cada colectivo social y su organización, así como el visual, y los hemos dejado a merced de una deriva consumista y capitalista, globalizadora y dramáticamente homogénea. No hay libertad de pensamiento bajo el bombardeo de los carteles publicitarios, los anuncios, las tertulias, los escaparates, las pantallas, no hay libertad de audición bajo el bombardeo de la megafonía, las radios, los 40 principales, la música de ascensor, la música de discoteca…

¿Una propuesta concreta? Salgamos de nuestro espacio de confort auditivo, donde somos predecibles y dóciles para el sistema, y enfrentemos la realidad en toda su crudeza sonora, en las calles y en las salas de conciertos. Atrevámonos a escuchar, prestando atención.

 

Obras inspiradoras de este artículo:

Threnody to the victims of Hiroshima, Krzysztof Penderecki

Non consumiamo Marx, Luigi Nono

Sinfonía, Luciano Berio

Islands, José Manuel Berenguer (sobre frases de Walter Benjamin, escritas en el monumento a su memoria en Port Bou, donde el filósofo se suicidó tras años escapando de la Gestapo)

Gonzalo Rodríguez Alonso

Músico y Estudiante de Composición en la Escuela Superior de Música y Artes Escénicas de Porto (ESMAE)

2 comentarios

  1. Me parece paradigmático el caso comparado de Ska-P y La pegatina. De la Intifada al chipirón.

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