El jardín de la abundancia

Eran las seis menos cuarto de un lunes de febrero. Los días eran cada vez más largos, y las lluvias menos frecuentes. Ya había pasado un mes desde que Irene había llegado a la oficina y todavía no era capaz de cuadrar la caja, mientras que a ella, ocho años atrás, no le había llevado más que un par de días dominar su funcionamiento. No esperaba terminar tan temprano, pero aquel día, por alguna extraña razón, la caja cuadró.

Llevaba varias semanas saliendo mucho después de las ocho, y se encontró con que no sabía qué hacer. Estaba demasiado cansada para ir de tiendas —le pasaba siempre después de trasnochar los fines de semana— pero no tenía ganas de volver a casa. Escrutó su pelo en el espejo de la entrada. Las canas todavía no eran visibles, pero las mechas ya empezaban a perder brillo. Decidió que una visita a la peluquería le sentaría bien: podría descansar y charlaría un rato con las empleadas. La gorda bajita era la mejor con el tinte, pero la de nariz respingona era su favorita porque le hablaba de  las series que estaban de moda o de los libros que merecía la pena leer. Ella estaba demasiado ocupada para esas cosas, pero le gustaba estar al corriente por si el tema salía en alguna conversación.

Ilustración: Sozosuru

Ilustración: Sozosuru

Se encendió un cigarro y echó a andar. En la tienda de la esquina habían cambiado el escaparate. Los colores ácidos empezaban a brotar entre las líneas monocromáticas del invierno. Aquello la alegró. Habían sido unos meses lluviosos, y los diseñadores parecían haberse puesto de acuerdo para recordárselo desde los maniquíes. ¡Qué ganas tenía de que llegara por fin el verano y poder ir a la playa, tirarse al sol y no hacer nada durante horas!

Cruzó la calle con el semáforo en rojo y subió la cuesta. El corazón le latía deprisa y se detuvo en la esquina para recuperarse. Desde allí le pareció ver el local a oscuras, pero le resultaba imposible que no estuviera abierto: apenas eran las seis. Saltó al asfalto después de que un Corsa destartalado inundara de humo la calle y avanzó decidida, acelerando el paso sin darse cuenta.

Alcanzó la manilla jadeando, con los ojos anegados en una bruma amarillenta, la giró y empujó. La puerta no se abría. Golpeó con los nudillos el cristal mientras su repiqueteo vibrante se perdía en el interior. Pensó en llamar por su nombre a alguna de las empleadas, pero no sabía ninguno. Sin pelos inertes retorcidos en un rincón del suelo ni capas tiradas sobre el respaldo de los sillones, aquel lugar parecía vacío desde hacía días. Se fijó en un bonito marco de carey que colgaba en la puerta: «Les atenderemos de martes a sábado. De nueve a dos y de cuatro a siete». «¿Y los domingos? ¿Y los lunes? ¿Desde cuándo cerraban los lunes?». Se sintió hastiada y abatida: «¿por qué tenía siempre tan mala suerte?».

Unas luces se iluminaron al final de la calle. Seguir subiendo la cuesta le parecía un desafío insufrible, pero empezaban a caer unas gotas y no quería volver a casa. Se acurrucó en su abrigo de cachemir y retomó la marcha. Aprovechando el voladizo de los edificios —para lo cual debió pelear con cada viandante que bajaba la calle— consiguió llegar al punto del que manaba la luz.

Nunca antes había visto aquel local, pero tampoco le pareció extraño. No era más que un garaje reconvertido, otro de tantos almacenes que últimamente proliferaban por la ciudad.  Aunque aquel no había sido reformado: conservaba el clásico portal herrumbroso contra el techo, y una pequeña rampa revelaba que algún día había servido como garaje. Los centenares de objetos formaban algunos pasillos, pero la sensación era de absoluto desorden. Era un lugar sucio y sin encanto alguno. Aún así, la curiosidad fue demasiado tentadora.

Se quedó unos instantes en la rampa, su cuerpo oscilando de manera imperceptible sobre los tacones. Fuera, la lluvia comenzaba a caer con fuerza, y la humedad parecía atravesar su ropa.

—Disculpa.

Una voz masculina irrumpió a su espalda. Una pareja pretendía entrar al local y ella ocupaba el único acceso en el suelo libre de máquinas de coser y mesitas de noche. Se apartó con una sonrisa y observó cómo avanzaban seguros hacia una estantería repleta de libros y otros trastos. Él no era alto, pero con su pelo oscuro bien peinado y un abrigo de paño resultaba bastante atractivo. Ella era casi tan alta como él, pálida y delgada. A pesar de la humedad del ambiente, su pelo era insultantemente lacio, brillando bajo una boina de estilo francés. Por separado no le habrían parecido más que otros clientes entrando en una tienda de baratijas, pero juntos ejercían en ella una fascinación que no sabía explicar. Le parecía imposible encontrar algún objeto valioso entre aquel amasijo descuidado y polvoriento, pero pensó que ellos no se adentrarían en un lugar así de no saber que iban a encontrar algo bueno. Por eso entró.

La luz cálida de las lámparas reflejaba en los espejos; en las vitrinas, las cristalerías y vajillas brillaban  como caramelos. Una mesa con una antigua máquina registradora parecía ser el

lugar utilizado como mostrador, pero estaba vacía. La pareja se había apostado en el pasillo contiguo, así que decidió curiosear en el siguiente. Empezó a caminar sin prestar demasiada atención, como fingía hacer cuando entraba en una tienda de ropa que no se podía permitir. En esas ocasiones siempre salía triunfal con una bolsa en la mano con tal de demostrar que ella tenía derecho a estar allí, pero no creía poder encontrar nada interesante esta vez.

A través de una abertura, observaba cómo la pareja seguía frente a la estantería de los libros   No pretendía husmear, pero se sentía perdida en aquel caos, y pensó  que tal vez ellos sabrían dónde buscar los objetos más preciados de la tienda. Aunque podrían estar esperando a que ella no anduviera cerca. Se mantuvo unos segundos inmóvil, casi manteniendo la respiración, esperando no ser descubierta. Fue entonces cuando los oyó:

—Es terrible.

La chica se giró hacia él, ladeando la cabeza con gesto preocupado. El chico sostenía un libro polvoriento en la mano.

—Es que es increíble. —El joven agitaba enfurecido el libro—. Ciento cincuenta y tres años y se puede suscribir cada palabra, cada reivindicación.

Ella le acarició la mano, sonriendo.

—Porque es un libro eterno.

—No es sólo eso. —Tomó aire y continuó—. Se puede suscribir cada palabra porque el mundo lo siguen moviendo manos manchadas de sangre.

Una sonrisa tímida asomó al otro lado de la estantería. No es que no estuviera de acuerdo, pero le pareció divertida la solemnidad con que hablaban. Desde luego, los había juzgado mal: no eran una pareja elegante buscando antigüedades, eran sólo otros chicos aburridos protestando por las mismas cosas de siempre.

No contenta con el discurso de su novio, ella prosiguió:

—Los ideales mejor intencionados se vuelven oscuros cuando alcanzan el poder.

Aquello fue demasiado. Trató de silenciar la carcajada con la mano, pero lo único que consiguió fue emitir un grito ahogado. Se volvió hacia el lado opuesto de la tienda, pero pudo oír a su espalda el golpe furioso del libro contra la repisa y los pasos alejándose. Esperó unos segundos para darles tiempo a salir y se dirigió hacia la calle. No tenía ningún sentido seguir allí. Estaba a punto de alcanzar la acera cuando la vio: una delicada lámpara Tiffany cubierta de telarañas languidecía sobre el pie de una máquina de coser. Se detuvo un instante paralizada, sin poder creer en su suerte. Dio unos pasos sigilosos mientras miraba hacia los lados, como si temiera que alguien emergiera de entre las sombras y se le adelantara. Una etiqueta colgaba del pie, pero el precio se había borrado, como si hubiera pasado allí mucho tiempo. No pensaba regatear (esa práctica estaba bien cuando viajaba a países del tercer mundo; hacerlo allí, era de miserables), pero esperaba sacar un buen precio por ella. La cogió y avanzó hacia el fondo del local.

Atravesó el pasillo donde segundos atrás se encontraba la pareja. Siguiendo una pared cubierta por espeluznantes pinturas de animales se encontró con un nuevo pasadizo del que partían infinidad de recovecos, todos abarrotados de trastos iguales a los que había dejado atrás.

—¡Hola!

Dirigió el saludo hacia el fondo del almacén, pero en su voz sonó como una pregunta. No estaba acostumbrada al silencio en la ciudad, a la ausencia de cuerpos que chocan en el deambular invidente que provoca el móvil, a que los coches no lanzaran sus quejidos molestos. No vio a nadie en el corredor cuyo final era imposible distinguir, pero tenía la sensación de no estar sola. Era como si el sonido hubiera rebotado contra cuerpos anómalos, seres que hubieran adoptado la forma de escritorios y alacenas, de maletas destartaladas y jofainas rotas.

La lámpara pesaba demasiado, así que la apoyó sobre una mesita de noche, probablemente devorada por la polilla. Quería buscar al encargado para comprar la lámpara y volver a casa, pero de pronto se sintió irremediablemente cansada. Vio una butaca de tapizado verde y decidió sentarse unos instantes. Sin saber cómo, se quedó dormida.

No debí de tardar mucho en despertar, porque todavía se oían a lo lejos las voces de la pareja, cada vez más lejanas. Pero junto a la estantería ya no estaba la pared con los cuadros de animales, no había pared alguna, y la lámpara había desaparecido. Estaba furiosa. Dí varias vueltas alrededor del local, cada vez más desorientada, y cada vez más lejos de la salida.

—¡Hola!

El saludo fue ahora una demanda, un grito por recuperar lo que era mío y me habían robado. Se la llevaron ellos, estoy segura, pero lo cierto es que aún no he podido encontrar al dueño para preguntarle. Aunque cada vez encuentro cosas más bonitas por aquí. Hoy mismo me probé un vestido vintage de escote barco, y me he puesto unas botas mucho más cómodas que los zapatos que llevaba. Sólo lamento haber soltado la lámpara. Pero juraría haber visto una parecida la semana pasada, ¿o fue la anterior? No sé. Cualquier día de éstos la encontraré y me la llevaré a casa. Quedará fabulosa junto al sofá como punto de luz para leer; ya sabes, por si algún día tengo tiempo…

Ilustración: Sozosuru

Ilustración: Sozosuru

MT Pereiro

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