El Decimotercero

“Está hecha unos zorros” . Más de seiscientos millones de espectadores lo escucharon al unísono, lo tradujeron a más de ochenta idiomas diferentes. Cuando el hombre, elegido por sorteo para ser el decimotercero en pisar la Luna, bajó de la cápsula, solo se le ocurrió exclamar: “está hecha unos zorros”.

Joaquín Gómez Isasi, de profesión camarero, le gustaba cantar jotas desafinando y hacer bromas que incluyesen la palabra culo. Él ni siquiera se inscribió en el concurso, fue su madre la que le anotó. Desde hacía ya unos cuantos años, había adquirido la fea costumbre de inscribir a su hijo en todo lo que podía. Ella decía que era con buena intención, para que el chico pudiese encontrar un futuro mejor que el de limpiar mesas. Pero a Joaquín no le gustaba, sobre todo desde que le apuntó a La Casa del Terror Terrorífica, un reality de baja consideración y peor gusto.

El caso es que ganó el sorteo. Cuando recibió la carta de la Agencia Espacial Europea a punto estuvo de hacerla añicos por considerarla propaganda. Pero pensó que a lo mejor se trataba de otra cosa, porque esos señores no solían distribuir muchos panfletos por Hermosilla del Ebro.

Nada más abrirla se llevó un disgusto tremendo. Se iba a la Luna y además encabezaría la expedición. Para ello recibiría un entrenamiento exhaustivo de doce meses y cuatro millones de dólares. Un desastre. ¿La Luna? ¿quién demonios quiere ir a la Luna? La bronca con su madre fue épica.

Cuando se calmaron los ánimos, Joaquín asumió el premio y su destino. Lo más duro del entrenamiento no fueron las 60 horas semanales de gimnasio, ni siquiera las pruebas en el aparato ese de gravedad cero que te revuelve el estómago. Nada de eso. Lo peor fue aprenderse todos los botones del cacharro espacial.
Es que resulta incomprensible. Si uno hace un cohete en el que se gasta un montón enorme de millones de dólares, ¿a santo de qué tiene que hacerse tan complicado? Eso le preguntaba Joaquín todos los días a Patricia Heimsfilgard, su entrenadora y mentora. Ella le miraba un poco mal y él respondía con una broma sobre su culo.

Memorizados todos los comandos, habiendo adquirido una forma física digna de un atleta de alguna disciplina menor como el salto de longitud o los relevos del cuatro por cien, y habiendo aprendido al menos palabras básicas en seis idiomas, Joaquín estaba preparado. Ahora solo le faltaba saber en qué consistía exactamente su misión.

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-¡Ah no!, ¡eso sí que no!, ¡creéis que soy gilipollas o qué! – exclamó al enterarse – ¡eso no pienso hacerlo!, ¡antes me vuelvo a Hermosilla!

La Agencia Espacial Europea, reconcomida por una envidia institucional sin precedentes, había diseñado un plan para dar en las narices a la Nasa, a los chinos y a todos los demás. No les bastaba con haber nombrado al comandante de su expedición en un sorteo abierto. Nada de eso. Las mentes más brillantes de la ingeniería del viejo continente no se conformaban con eso.

El Cascanueces, la marcha del primer acto (la que suena como tin-tiriririntin-tin-tin-tin) de Tchaikovsky. Cuando Joaquín y su tripulación pisasen la Luna y tras unas primeras palabras de rigor, comenzarían a bailar el Cascanueces en una coreografía que maravillase a todo el planeta.

Joaquín se resistió durante semanas. Le gustaba bailar, le gustaba cantar, incluso aquella marcha le parecía apropiada, pero se negaba a llevar un tutú por encima del traje de astronauta. No quedaba bien – decía – cualquiera puede verlo. Pero la Agencia fue inflexible.

-Tú verás Joaquín – decían muy serios – o te pones el tutú o habrá consecuencias.

Un par de meses antes de partir hacia la Luna, Joaquín accedió. Los ensayos fueron rápidos. No se buscaba una coreografía perfecta, con el impacto ya bastaba.

La noche anterior al despegue Joaquín apenas pudo dormir. Eran muchas las cosas que tenía que memorizar, su frase, el baile, los comandos, el saludo a los austríacos, lo de levantar bien la pierna, recordar planchar el tutú durante el viaje….la lista era interminable y aunque desde el primer momento había albergado alguna duda, llegado a este punto solo quería hacerlo bien.

Al día siguiente todo estaba preparado y en su sitio. Joaquín y sus tres compañeros, Hans, Helmut y Hamlin, escucharon con atención la cuenta regresiva, y al llegar a ¡cero! , el cohete despegó sin dificultad. El tembleque era bastante intenso, pero los cuatro estaban preparados, aunque Hamlin vomitó un poquito.

El viaje fue como casi todos los viajes espaciales, una mezcla entre aburrido y muy aburrido. Es cierto que se podían ver un montón de estrellas, planetas, constelaciones, galaxias y todas esas cosas. Pero cuando uno se ha pasado meses estudiándolas y viéndolas en diapositivas, verlas al natural no resulta tan interesante.

La duración del vuelo iba a ser corta. Con todos los avances obtenidos por la Agencia, llegarían en poco más de un par de días.

El 27 de Mayo de 2019, Joaquín se asomó por la ventanilla y vio la Luna en todo su esplendor. En un primer momento pensó que era más grande de lo que había imaginado y un pelín más oscura. Mientras el módulo de su nave se iba acercando, con Hans a los mandos, la comunicación con Patricia y el resto de cerebritos era constante.

La presión aumentaba, según le decían en su contacto continuo, la audiencia estimada era de seiscientos o setecientos millones de espectadores. A Joaquín se le puso un nudo en la garganta y otro en el estómago. En Hermosilla había actuado ante cientos de personas a los que había cantado y había hecho reír con sus mejores chistes de culos, pero aquello era diferente y empezaba a asustarle.

El módulo aterrizó, la puerta se abrió muy despacio soltando un poco de humo que habían creado con una máquina de discoteca, Joaquín apoyó un pie en la escalerilla, una mano en la baranda y se giró un instante para no dar un paso en falso.

Allí estaba, el decimotercer hombre en pisar la Luna, vestido con un traje de astronauta y un precioso tutú blanco. Pero al fijarse en la Luna lo dijo:

-¡Está hecha unos zorros!

-¿Qué coño estás diciendo Joaquín? – exclamo con ira Patricia desde tres millones y medio de kilómetros de distancia – ¡Cíñete al guión!

-Digo que está hecha unos zorros, aquí ya han venido por lo menos doce tíos antes y ni uno ha pasado una escoba.

La Agencia Espacial Europea se derrumbó. Las miradas que se intercambiaban entre ellos mostraban la peor de las vergüenzas. En la Nasa debían estar meándose de la risa. Joaquín continuó a lo suyo.

-Helmut, Hamlin, sacaos un trapo, una fregona y un bote de desinfectante, con esto así yo no bailo – ordenó en un perfecto alemán.

Patricia Heimsfilgard y el resto de mandamases trataron sin éxito cortar las comunicaciones con la Luna y durante media hora asistieron atónitos al evento histórico más embarazoso de todos los tiempos. Un camarero aragonés y sus dos compañeros germanos dejaron tan limpia la superficie lunar que se podían reflejar sus caras de satisfacción.

Una vez limpia, bailaron. En un plano precioso, con la Tierra al fondo y con la Luna impoluta, comenzó la marcha. Tin-tiriririntin-tin-tin-tin. Con gracilidad, Joaquín, Helmut y Hamlin, alzaron sus brazos, giraron, comenzaron con un croise deviant, siguieron con cabriolas, después un glissade avant y pusieron la guinda con una grand jeté que hizo brotar las lágrimas de Hans, todavía a los mandos de la nave, pero en el último momento Joaquín se resbaló, cayó al suelo a cámara lenta y se le subió el tutú.

En Tokio, en Madrid, en Berlín, en todas las grandes ciudades, millones de personas se habían agolpado para ver todo aquello y el silencio era universal. En la Agencia Espacial ya habían dimitido tres altos mandos y dos estaban en la ventana a punto de saltar.

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-¡Vale Joaquín! ¡Con dos cojones! -gritó el farmacéutico de Hermosilla del Ebro – y ante tal exabrupto no pudieron más que aplaudir en todo el pueblo.

Y las palmas se extendieron, de Hermosilla a Zaragoza, a Barcelona y a Perpignan, a París, a Londres, a Stuttgart, a Helsinki y a Massachusetts, a todas partes. El clamor era global. En la Agencia respiraron aliviados. Joaquín se levantó todo lo rápido que la gravedad le permitió, se sacudió un poco el traje, se colocó bien el tutú y sonrió.

Demostró que el espacio siempre pertenecerá, desde aquel mismo instante, a la gente sencilla.

 

Blog de Fernando Fernández Llor: guionistadebarrio.blogspot.com.es

Ilustraciones: Aida Alonso

 

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Fernando Llor

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