Un día te despiertas y estás en San Petersburgo y no entiendes nada. La gente te habla en una lengua con 8 declinaciones y lo único que puedes decir es “да” para decir “si” , “нет” para decir “no” o “спаси́бо” para decir “gracias” y con eso ya puedes hacer 2 cosas: volverte loco o desarrollar tus habilidades mímicas hasta un extremo que creíste imposible. Pero esta ciudad rusa tiene tanto encanto que cuando empiezas a perderte por sus calles todas esas dificultades se olvidan y lo único que ves son la infinidad de batallas que sucedieron en las orillas del Neva o a Catalina II paseando por la Nevsky Prospekt (la avenida más importante de la ciudad).
Esta ciudad en la que en verano no se pone el sol guarda secretos en cada una de las esquinas de su edificios barrocos y neoclásicos del XVIII y XIX. El museo del Hermitage que todavía conserva en sus paredes marcas de metralla tras las revueltas bolcheviques o el Salón de Ámbar en el Palacio de Catalina que, a pesar de ser la mayoría réplicas de los originales robados por los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial, te dejan sin respiración. Y es entonces cuando ves uno de los símbolos mas importantes y coloridos de la ciudad: Iglesia del Salvador sobre la sangre derramada y sabes que estás en Rusia. Bandas y cruces de ladrillo de color, azulejos policromados colocados en los huecos de la pared, «shirinka», azulejos en el techo de las torres y techos de tiendas ábside, pequeños arcos de calado, las columnas en miniatura y kokoshniki (arcos de ménsula) de mármol blanco y el dorado de sus cúpulas te trasladan a otro tiempo.