Alberto García en CROA08

Disciplina: Relato y Poesía

Las escaleras de mi edificio huelen a mierda. Hoy huelen a sudor, supongo que he de estar agradecido. De todas formas sigo comprobando si no seré yo quien huele a perro muerto. No lo hago porque en verdad crea que esa pestilencia emane de mí, sino por pura superstición. Estoy seguro de que el día que no lo haga la camisa que lleve puesta habrá compartido noche con los calcetines sucios.

Entro en casa y lanzo la bolsa del portátil sobre la cama deshecha, abro las contraventanas, elijo Moanin’ y Bobby Timmons me da la bienvenida. Me siento en el balcón viendo cómo oscurecen las calles, cómo las farolas las iluminan de nuevo mientras los yonkis rastrean la plazoleta en busca de unas monedas. Me conocen, de vista, por eso no me piden, o al menos no suelen hacerlo. De vez en cuando alguno va demasiado pasado y olvida que soy del barrio. “No, lo siento”. Soy bastante educado a la hora de negarme a dar limosna y un tipo distante y frío cuando quiero a alguien y no sé cómo demostrarlo. Puede que no haya tanta diferencia entre una y otra cosa. La educación no es más que una forma de mantenerse alejado de los demás, un mediador entre orgullos. Aunque al menos no hace que luego me sienta como un puto idiota. Todavía hay palabras que no puedo articular. Lo achaco a un problema físico en la lengua, pero es mentira, por supuesto.

Intento liarme un cigarro pero alguien está llamando al telefonillo, me asomo y compruebo que no conozco a la pareja que espera en la puerta. Me miran y pregunto si es por la chica de al lado. Les abro y termino el cigarro.

Corre una brisa fría, meto las manos en los bolsillos e intento fumar con el cigarro en los labios. Siempre intento hacer estupideces en lugar de hacer las cosas como deben hacerse. Cae ceniza sobre la camisa, bajo la vista y muevo el torso como una serpiente convulsionando. La ceniza sigue donde cayó y como esperaba el humo se eleva, acaricia mis ojos, se irritan, lloran y gracias a una  innata estupidez que me acompaña desde mi primera palabra abro la boca para cagarme en dios. Se me escapa el cigarro y cae encendido sobre la ceniza de mi camisa, intento sacar las manos de los bolsillos y golpeo con el codo el apoyabrazos de la silla. Un calambre me deja el brazo inutilizado, me levanto y el mechero cae a la calle. Ahora tengo una de mis camisas favoritas (de un total de cuatro) con una pequeña mancha negra irreparable, el brazo dolorido y los ojos enrojecidos. Por no decir que me he quedado sin fuego. Sí, todavía tengo dejes de idiota. Recojo el cigarro del suelo, doy una calada, lo aplasto con fuerza culpándolo de lo sucedido y voy al baño.

Me mojo la cara, me acaricio el codo y contesto  una llamada. “¿Si?… ah, hola… bien…”, no es la llamada  que esperaba. “No, hoy no, tengo cosas que hacer…”, ni una palabra de mi pequeño altercado, “tengo que terminar de escribir unas mierdas para enviar a algún concurso trucado…”, siempre es por eso que no he ganado ninguno hasta le fecha. “¿Mañana?…, te aviso a lo largo del día… perfecto”, me encanta decir perfecto, “venga, nos vemos”.

Cuelgo y vuelvo afuera. Antes de sentarme entro de nuevo y busco una chaqueta en el gran ovillo formado por toda mi ropa en el armario. Me siento y coloco los pies en una banqueta. Suenan las últimas campanadas del día, las diez. Eso me da permiso para servirme una copa. Sí, es domingo y bebo sólo en casa. Pero son más de las diez, y es mi casa, son mis normas. No creo que eso de beber como acto social sea una excusa mejor (en verdad sí que lo es). Alguien me dijo una vez que me había convertido en un alcohólico alpha. No es cierto, pero me hizo gracia.

Bebo tranquilamente, meto las manos en los bolsillos y miro fijamente la copa medio vacía pensando si podría beber manteniéndola agarrada con los dientes. Recuerdo mi último intento con el tabaco y desecho la idea. Me asomo por la barandilla y veo que el mechero sigue abajo. Me decido por ir a buscarlo, necesito un cigarro.

Vuelvo victorioso, cierro la puerta y suena un portazo por culpa de la corriente. Encojo los hombros como diciendo “lo siento”. Relleno el vaso y cambio el disco. Turno para Wayne Shorter. Me lío un cigarro y decido sentarme a escribir dentro. Cierro las contraventanas, o lo intento, una de ellas no cierra bien. Busco lo más parecido a una cuerda y encuentro una caja de gomas elásticas. ¿Por qué las tengo? Tengo un par de cajones llenos de cosas por estilo, y el estilo de esas cosas son por ejemplo tarjetas de visita que utilizo como filtros, mecheros sin gas para abrir botellines de cerveza (alguien me enseñó a hacerlo), clips que transformo en pequeñas esculturas retorcidas, bolsas plásticas de filtros finos para guarda marihuana (lo he dejado), etc. Nunca tengo lo necesario, pero sí una alternativa. Engancho unas cuantas gomas entre los pestillos, me alejo para tener otra perspectiva, pero lo mire desde donde lo mire es de lo más cutre que jamás he visto. Me siento e intento escribir un poema para un certamen literario de algún pueblo con nombre de chiste que no sabía que existiera.

“Quererte hasta olvidarme de mí,
Tanto como para temer al tiempo,
Podría haberte querido
Y haberlo hecho más que a nada,
Debe ser maravilloso,
Realmente podría haberlo sido…”

En ocasiones resulto vomitivo en mis poemas, pero es lo que ellos quieren. ¿Quiénes son ellos? Todavía no estoy seguro. Creo que es parte de mi paranoia, por otro lado superada prácticamente del todo.

Suena la melodía de mensaje nuevo en el móvil. Es de quien esperaba pero no lo que deseaba. Sufro un ataque de melancoholismo. Relleno el vaso medio vacío y lío otro cigarro.
 
Trago a trago vacío la copa intercalando alguna calada. Pienso qué decir, miro al techo como si fuesen a surgir las palabras que busco sobre la pintura blanca. Pienso si decir algo y busco en el cenicero el cigarro, pero ya lo he terminado. Suelo tener arranques de tristeza nerviosa, para nada superados. Recojo lo necesario para dar una vuelta. Abro la cartera y veo un billete de diez euros. Suficiente. Cierro la puerta y suena un portazo. Encojo los hombros y bajo las escaleras de olor a mierda. Huelo mi chaqueta y confirmo que no soy yo.

“Me levanté sabiendo que no te habías acostado,
Me prometí que hoy no dormiría,
No sé por qué lo hice,
Supongo que me dejé llevar por la grandilocuencia de las promesas,
No podía dormir por mucho que quisiera.

Salí de casa,
Volví a por la basura,
Lancé el saco y me decidí por la izquierda,
Busqué a cualquiera,
No importaba quien.

Pasé frente a un bar
Pero le faltaban letras en el cartel,
Decidí probar suerte en el siguiente
Pero sólo había un par de viejos y la camarera.
Caminé sin saber bien dónde estaba,
No me gustaba el ambiente y huí calle arriba buscando a cualquiera,
No importaba quien,
No quería dormir,
No podría aunque quisiera.

Entré en el “Ruta 56”,
Me gustan las comarcales,
Me senté en el banco de madera
Y una astilla se enganchó en mi manga derecha,
Me pareció suficiente razón para largarme sin pedir,
Me levanté y salí buscando a cualquiera,
No importaba quién ni dónde estuviera.

Pasé frente al “Bohemia”,
Un perro esperaba tumbado en la entrada a que su dueño se emborrachara para guiarlo a casa,
Intenté acariciarlo,
Se levantó de un salto y no paró de ladrar hasta que torcí en la siguiente calle.

Lo eché a suertes,
Cara: dos,
Cruz: tres,
Giró en al aire,
Se escurrió entre mis dedos
Y cayó entre las rejas del alcantarillado.
– ¡Joder! ¡Mierda!
Supuse que eso era un cuatro,
Pasé tres puertas
Y entré en el “Bar Hacienda”,
Pedí una caña asegurándome una copa barata,
Cada sorbo fue un sufrimiento innecesario.

He vuelto a casa,
He desechado cada puerta abierta que he encontrado
Mientras buscaba a cualquiera,
Pero quería encontrarte a ti,
Debe ser eso que llaman echar de menos.”

Debe ser eso que llamo “ser idiota”. La última copa. Abro el agua caliente y limpio el vaso a mi manera. Lo relleno y me siento frente al portátil todavía encendido. Son más de las dos y media. Mañana trabajo, y ahora… ahora no puedo dormir. Me vendría bien un porro. Bajaría a hablar con alguno de los yonkis, pero lo he dejado.

Termino el poema,

“Salgo cada noche buscando mujeres para seguir queriéndote sin desearte.”

Leeré algo ligero, algún relato. Comeré algo, siempre después de un cigarro, pero no tengo hambre. Leeré a Carver, hoy toca… “Tanta agua tan cerca de casa”. Espero quedarme dormido antes de terminarlo.

Antes de ponerme a ello contesto el mensaje. “Lo siento, soy idiota. ¡Pero me estoy tratando! He pedido consejo al especialista (he pagado con mi mejor riñón) y me he apuntado a las reuniones de estúpidos anónimos. Le recalqué lo de que era idiota y no estúpido, pero dijo que era indiferente. Sólo ten un poco de paciencia”. Mucho tendría que quererme para tener más paciencia, y nunca hemos hablado del tema. Apuro la copa y abro la cartera. Ocho euros, suficiente.
Suena un portazo y yo huelo mi ropa.

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